La vitalidad de una comunidad política depende de su capacidad para conjugar el nosotros. A nadie se le escapa que en nuestro país la estamos perdiendo a marchas forzadas. Parecemos empeñados en eliminar de la gramática política la primera persona del plural o, peor aún, en adulterar su significado: cuando se habla de ‘nosotros’ ya no se hace referencia a todos los ciudadanos, sino sólo a quienes forman parte de mi partido, colectivo o grupo identitario. Los ‘vosotros’ y los ‘ellos’ corren el riesgo de convertirse en extranjeros en su propia patria.
Es ya un lugar común achacar la causa de nuestros problemas políticos a la polarización. Sin embargo, no parece un diagnóstico del todo acertado. Por nocivo que resulte entender las relaciones sociales como una dialéctica de amigo/enemigo o un juego de suma cero, la verdad es que la confrontación de opiniones, incluso extremas, es algo natural y saludable en las sociedades libres. Acerca de cuestiones importantes para la vida en común, la unanimidad de opiniones siempre resulta sospechosa. La guerra, militar o verbal, no es el estado natural del hombre, pero tampoco lo es la paz de los cementerios. Todo lo vivo se caracteriza por estar en tensión; perderla equivale a morir. Por eso, que haya posturas contrapuestas y que se defiendan con vehemencia en el ágora es más bien un signo de vitalidad. Si nos inquieta que otros piensen de manera distinta, significa que los demás no nos resultan indiferentes ni ajenos. Esto es lo decisivo: con sus divergencias y singularidades, los consideramos parte de nosotros. Con Aristóteles aprendimos que somos seres dotados de palabra precisamente para poder dialogar –y discutir– sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Y que ésa es la tarea crucial de la polis: determinar entre todos en qué consisten la vida buena y el bien común o, dicho de otra manera, qué forma debe tener una sociedad justa y humana.
La vida social posee una ineludible dimensión ética. No se puede hacer política al margen de la moral. Gracias a aportaciones como las de Michael Sandel, se ha roto el espejismo de la neutralidad del espacio público. Incluso en democracias liberales como las nuestras, cualquier decisión sobre lo justo depende, en último término, de la concepción que se tenga acerca de lo bueno. De hecho, todo indica que –probablemente debido a la ley del péndulo– en estos últimos años hemos acabado en el extremo opuesto al de la neutralidad: la hipermoralización. La política trata ahora de entrometerse en todo, imponiendo concepciones muy concretas del bien humano que van mucho más allá de los principios morales exigibles para la convivencia.
Actualmente está en riesgo la sana distinción entre la esfera pública y la privada. Por este camino, acabaremos, otra vez, en la imposición de la moral de unos sobre todos. Así parece indicarlo el modo en que en el Parlamento se han aprobado varias leyes sobre cuestiones polémicas que dividen a la sociedad. Invocando la fuerza de la mayoría partidista, prácticamente se ha dejado sin espacio a quienes las consideran injustas; espacio no sólo para actuar conforme a las propias convicciones, sino incluso para pensar de modo distinto. No es país para disidentes. Se trata de una estrategia peligrosa, pues genera desafección entre quienes no ven reconocidas sus legítimas razones. Y la base de la vida social consiste precisamente –según lo formuló Hegel– en que el ‘yo’ se reconozca en el ‘nosotros’. Si las instituciones sociales no se mantienen al margen del juego partidista, pueden acabar perdiendo su capacidad de representarnos a todos.
Ciertamente, la sociedad necesita tomar decisiones sobre lo bueno y lo justo en cuestiones concretas y, con frecuencia, perentorias. La regla de la mayoría es el sistema que nos hemos dado para dirimir las diferencias de manera pacífica. Sin embargo, la experiencia histórica del mundo moderno debería servirnos para tener muy presente el carácter provisional de esas decisiones. La política es falible y quienes la ejercen harían bien en evitar su mayor tentación: situarse por encima del bien y del mal o, peor aún, creerse legitimados para definir lo bueno y lo malo. Es quizá Shakespeare quien mejor ha sabido retratarlo en sus obras: en ‘Macbeth’ se llega a afirmar que al poderoso no se le pueden pedir cuentas de sus actos; al contrario, sería él quien establece el orden moral del mundo.
Lo sensato es que siempre se mantengan abiertos los espacios de diálogo con quienes piensan distinto y que la mayoría social de cada momento se muestre dispuesta a cambiar o rectificar cuando sea necesario. ¿Qué problema habría en admitir que ciertas leyes controvertidas sean revisables periódicamente, para confirmarlas o modificarlas? Por ejemplo, en el caso de la prisión permanente o la eutanasia, por mencionar dos asuntos que suelen inquietar a personas de distintas sensibilidades políticas y para los que se invoca el mismo principio moral: la dignidad humana.
La idea de que la vida en la polis aspira a perfeccionar –es decir, a hacer mejores– a los ciudadanos es compatible con la certeza de que su capacidad para conseguirlo es muy imperfecta y limitada, tanto por la naturaleza de la moralidad como por la libertad de las personas. La deriva contemporánea de la política parece haber olvidado que su primera responsabilidad es asegurar la vida en común, el nosotros social, que es un fin anterior y más básico que la búsqueda de lo bueno y lo justo. Es como si la hipermoralización en que vivimos hubiera invertido el orden y conseguido que olvidáramos que, si se destruye el nosotros, pierde sentido cualquier otro esfuerzo.
En ‘Sobre la libertad’, una obra de plena actualidad, escribió Mill: «El mal realmente temible no es la lucha violenta entre las diferentes partes de la verdad, sino la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír las dos partes». Es una reivindicación del nosotros social. La falibilidad del conocimiento humano va ahí unida a la confianza de que toda persona desea conocer la verdad. Los otros son una ayuda y no una amenaza para el desarrollo de las propias convicciones y posturas políticas. Habrá quien desacredite esta confianza en la razón como fruto de una visión ingenua –filosófica– del debate público. La realidad de los juegos de poder no funciona así, se dirá. Sin embargo, ese aparente recurso al realismo esconde, más bien, el miedo a admitir que otra política es posible.
José María Torralba en ABC
Catedrático de Filosofía Moral y Política y profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea