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¿Qué nos pasa? Es evidente que tenemos cada vez más problemas de ‘salud mental’. Pero esto no es un diagnóstico sino más bien un marco interpretativo, que delimita las posibles causas y promueve ciertas soluciones. Pero lo hace de tal forma, que ni damos con la raíz, ni resolvemos los problemas. Es más, cabe la sospecha de que el remedio empeora la enfermedad, haciéndola más generalizada.

El ‘psicologismo’ es un reduccionismo típico de la ciencia moderna mal entendida. No pretendo atacar a los psicólogos, cuando son conscientes del rango de validez de su ciencia y su práctica. Suele aliarse con la ‘hipótesis sorprendente’ (Francis Crick) del reduccionismo neurocientífico. Según éste, la experiencia interior del ser humano no es sino actividad mental, que a la postre ‘no es más que’ actividad neuronal, excluyendo todo espejismo de misterio íntimo tras la conciencia. Elimina de la ecuación el ‘alma’, en su acepción espiritual, porque no cabe en un experimento.

El psicologismo de nuestro tiempo es –a la vez– emotivista, terapéutico y victimista. Es ‘emotivista’ porque reduce la moral a la expresión de preferencias subjetivas, sin criterio objetivo alguno. Pero lejos de permanecer ‘neutral respecto a los valores’, impone el ‘bienestar emocional’ como imperativo supremo, frente a toda noción objetiva y ardua de bien. Es ‘terapéutico’ porque considera todo sentimiento negativo como síntoma de enfermedad y le da trato de excepción: lo medicaliza. La terapia pierde así su carácter provisional y restaurativo, para hacerse estructural y constante. Esto nos hace cuestionar nuestra identidad a cada paso. Como dice Luri, hoy «parecemos alpinistas que al primer repecho, cansados, se paran a preguntarse qué les pasa, cuando lo que les pasa es que se han parado».

Y es, además, ‘victimista’. Nos impone una introspección y extroversión morbosas sobre nuestras ‘heridas’, de las que culpamos a otros. En vez de curarnos, para servir al prójimo y practicar la compasión, nos hace resentidos. Hasta el punto de que ya no distinguimos víctimas de victimarios. Nos deja agarrotados, mirando atrás, recriminando por sus errores y represiones a los que están antes en el tiempo y arriba en jerarquía, socavando toda forma de autoridad. No sorprende que caigan en este sesgo los que comparten las premisas del materialismo radical o un pragmatismo hueco. Lo significativo es que se impone también entre quienes tenían una aproximación sociologista a los problemas, como tantos progresistas empeñados en cambiar los problemas estructurales del mundo. Y, no en menor medida, entre quienes se supone que sostienen una ‘antropología metafísica’ (como tituló Julián Marías), o una visión religiosa de la persona. ¿Por qué grietas se (nos) infiltra esta simplificación?

Desde el punto de vista teórico, el reduccionismo se hace creíble explotando el ‘momento wow’, que nos hace olvidar el carácter provisional y parcial de los hallazgos científicos. Todos experimentamos el deslumbramiento que nos produce un dato o correlación estadística que explican alguna realidad. Y nos damos cuenta de que se parece al fenómeno de la ‘comprensión’. Pero ésta connota hondura, integridad, interconexión, y no excluye el asombro ante el misterio. Por ejemplo: cuando nos cuentan la función de las oxitocinas en el enamoramiento, algunos piensan haber alcanzado la verdad última del problema. Y desprecian los tanteos de la literatura, la filosofía o la teología ante el fenómeno del amor. Dostoievski eludía la confusión: «Se me llama psicólogo, pero yo enseño las profundidades del alma humana». Consciente de que lo suyo –según De Lubac– era «una aventura espiritual», «una investigación metafísica».

El ‘emotivismo’ como criterio de conducta, que rechaza toda referencia a un orden o norma objetivos, se vuelve verosímil como ideal cuando somos liberados de una constricción. Nos sentimos como esos perritos de los videos: saltando por la playa, después de estar encerrados en un piso. Desinhibirse provoca una sensación agradable y conveniente en muchos casos, pues nuestra naturaleza no soporta sin daño una tensión constante. Pero engañosa: la liberación sólo es real cuando se alcanza mediante un camino progresivo y esforzado –ascético y político– de emancipación y restauración de la integridad, a través del Mar Rojo.

De modo parecido, lo ‘terapéutico’ apoya su credibilidad en el sentimiento de alivio cuando disminuye el dolor, quizá porque le pusimos nombre a un problema, o conseguimos hacernos indiferentes, aunque sin resolverlo. Y el ‘victimismo’ se legitima porque siempre habrá algo de discriminatorio, rígido, autoritario, formalista en nuestro pasado. Y eso parece que justifica que actuemos irresponsablemente.

¿Cómo se manifiesta todo lo anterior en nuestro modo de vivir, de educar, gobernar y de orar? En primer lugar, nos encierra en un sentimentalismo cursi, que nada sabe de sentimientos densos, y que huye de los negativos. Olvidamos que los sentimientos oscuros son inseparables de las relaciones que nos definen y de la propia biografía. Que nos abren a aspectos fundamentales de la realidad. Me refiero a la culpa y la vergüenza ante el mal; el dolor y la tristeza ante el sufrimiento; la ira ante la injusticia; el ansia ante el incierto futuro y el miedo a la muerte; el desgarro por la pérdida y la insatisfacción de nuestros anhelos… En el alma humana pueden convivir estas emociones negativas con la alegría, el agradecimiento y la paz, si no se pierde la esperanza. Bien integradas se convierten en acicate para actuar compasiva y responsablemente, con amor incondicional. Romano Guardini escribió en ‘Sobre el sentido de la melancolía’ que ésta es una «sensibilidad que hace al hombre vulnerable ante el carácter despiadado de la existencia humana. Algo demasiado doloroso y que penetra con demasiada profundidad en las raíces de nuestra existencia como para abandonarlo en manos de los psiquiatras». En el ámbito educativo, se traduce en un ‘pedagogismo’, que olvida que exigir –sacar lo mejor–, hace sufrir, pero es la mejor manera de cuidar. En las tareas de gobierno de instituciones públicas y privadas, provoca la sospecha ante toda autoridad y la correspondiente timidez para mandar, por miedo a herir. Genera inseguridad en el criterio de gobierno, frente a las supuestas novedades y a las quejas de unos y otros. Pero sobre todo, el psicologismo nos distrae de promocionar a los verdaderamente desfavorecidos, y de cambiar las estructuras injustas, porque «lo importante es que estés bien».

Por último, la vida espiritual se sustituye por un narcisismo de experiencias, obsesionado con las propias heridas, donde no cabe Otro. Alternamos entre el quietismo y la hiperestimulación sentimental, a la búsqueda del bienestar. Entre el seguimiento exacto de las técnicas del gurú y la informalidad ‘pijipi’, como vía de curación. Aparecen espiritualidades roussonianas, para las que el pecado original está en las estructuras represivas que hay que superar.

Atacar el psicologismo no es despreciar la psicología ni las enfermedades psiquiátricas. Hay víctimas, traumas y trastornos que necesitan tratamiento especializado, además de un trato compasivo. Es más, a todos nos conviene conocer los conceptos básicos de la psicología, para conocer nuestro mundo interior y compartirlo oportunamente. Pero, cuanto más apliquemos el psicologismo, menos capaces seremos de ver lo que realmente nos pasa: en el fondo del alma, en el orden de nuestras relaciones y en las estructuras del mundo.

Ricardo Callejas para ABC