Los últimos informes y encuestas sobre el sistema político y la participación realizados en numerosos países del mundo reflejan una profunda decepción de la ciudadanía con el denominado gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Obviamente, no porque se piense que el sistema democrático ha fracasado o que no tiene sentido, sino porque se constata, en unos países con más intensidad que en otros, que la democracia ha sido secuestrada por una clase política, proceda de una orilla ideológica o de otra, que, en términos generales, se ha apropiado de las instituciones en su propio beneficio. Además, por si fuera poco, no pocos políticos se han adueñado, ante la mirada de propios y extraños, de un conjunto de privilegios y prerrogativas que, además, en una época de crisis generalizada, resulta inaceptable se mire como se mire.
¿Por qué, por ejemplo, los partidos políticos, los sindicatos o las patronales, siguen disponiendo de pingües subvenciones mientras se suben los impuestos a los ciudadanos? ¿Por qué los representantes del pueblo no están obligados periódicamente a mantener encuentros, reuniones y conversaciones con los electores de la circunscripción correspondiente? ¿Por qué los gobernantes deciden tantas veces sobre cuestiones básicas para la vida de las personas sin consultar con los ciudadanos?
En otras palabras, ¿por qué algunos dirigentes de la cosa pública se han ido distanciando de la sociedad para ocuparse, casi en exclusiva, de cuestiones que poco o nada tienen que ver con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos? Hoy, aunque nos pese, los dirigentes públicos y los altos responsables de compañías, agencias, sociedades, fundaciones o empresas públicas, innumerables en nuestro país, el doble que en Alemania o Francia, conforman una legión de beneficiados por el régimen que en tantos casos -a diario lo vemos- terminan por saquear y asaltar las instituciones para su lucro personal.
En este marco, el espacio público se ha convertido en un reducto para el ejercicio de vasallajes, dominaciones y toda suerte de controles y manipulaciones, que poco o nada tienen que ver con la centralidad del ser humano, con la promoción, protección y defensa de los derechos fundamentales de las personas, con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
En efecto, la denominada clase política ha ido, poco a poco, aislándose de sus conciudadanos. Todavía siguen disfrutando de no pocos privilegios. Disfrutan y se emborrachan de un poder que solo ejercen en clave de exhibición o de dominación. Hablan un lenguaje ininteligible para el pueblo. Se consideran depositarios o propietarios de las esencias de la soberanía popular. Saben que lo más importante es estar cerca del líder para no perder la posición sin importarles lo más mínimo la realidad y la vida de los electores. Sustituyen la publicidad y la concurrencia por el amiguismo y el clientelismo. Son grandes profesionales de la construcción de espacios de penumbra y oscuridad para evitar la asunción de responsabilidades. Si aparece algún mirlo blanco en el camino que les pueda hacer sombra, se concentran en cómo eliminarlo y siembran de obstáculos su camino hasta que desista. Tejen una red de influencias y favores que impide la entrada en los círculos del poder de quienes no compartan la estrategia del “do ut des”.
Las encuestas de Transparencia Internacional confirman, año a año, que la mayoría de los consultados -a veces más del 70%- consideran que los partidos son las instituciones más corruptas de la sociedad. Esta percepción, que va en aumento, debiera animar a los dirigentes y responsables de los partidos a proponer cambios relevantes en la vida de sus formaciones. Por ejemplo, elecciones directas para los cargos directivos; listas abiertas para elegir candidatos a cargos electos; dación de cuentas ante la militancia de las decisiones que se adoptan y de los nombramientos que se realizan; consultas permanentes con la militancia sobre los temas de mayor calado y envergadura para el desarrollo social, político y económico.
Los políticos deberían ser personas, como suele decirse coloquialmente, con la vida resuelta. Personas que no precisen el cargo para sobrevivir. No tendrían, como suele acontecer, por qué dedicar maratonianas jornadas a la actividad política como si no hubiera otras dimensiones de la vida dignas de ser atendidas. La política, qué duda cabe, es una profesión digna, muy digna, como tantas otras, que debería ser compatible con el cuidado y atención a la familia, con la mejora de la formación profesional y con la realización de actividades de naturaleza social.
En fin, la democracia en España necesita recuperar sus valores originarios. Los partidos, que han sido muy importantes en los primeros años de la transición a la democracia, deben volver a ser lo que deben ser. Instituciones que reflejen determinadas ideas instaladas en importantes capas de la sociedad acerca del Estado, del gobierno, de la participación o, por ejemplo, de las libertades. Deben renunciar a su función de agencias de colocación y de sindicación de intereses de lo más variopinto. Para ello deben abrir sus puertas, dejar que corra el aire, asumir de verdad lo que dice la Constitución acerca de la democracia interna y dedicarse a tiempo completo a dialogar y conversar con los ciudadanos acerca de los programas y proyectos necesarios para la mejora de la vida de las personas.
Democratizar la democracia es, sencillamente, devolver a la sociedad y a los ciudadanos el papel que tienen. Democratizar la democracia es, sencillamente, renunciar a la concentración de los poderes y permitir que el poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo sean autónomos y responsables en el cumplimiento de sus tareas. Democratizar la democracia es, sencillamente, facilitar que las personas sean de verdad las dueñas de las instituciones y quienes verdaderamente encomienden a los representantes las funciones a realizar en la sede de la soberanía. Simplemente, y no es poco, la gran asignatura pendiente que tenemos es hacer que la democracia sea lo que debe ser: el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. No el gobierno de una minoría por sí misma y para sí misma.
Jaime Rodríguez-Arana, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de La Coruña. @jrodriguezarana