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En el recorrido cognitivo del joven educado en colegios donde hay preceptores y se celebra el dos de octubre, existen una serie de lecturas que si no obligatorias, son la inevitable puerta de entrada a la intelectualidad. Desde la sagaz Rebelión en la granja pasando por el enderezador La vida sale al encuentro, hasta el definitivo Martes con mi viejo profesor, estos libros componen el temario recomendado que conduce a las ovejas a su redil. En segunda instancia, para los cabritillos descarrilados que evitaron la fase de instrucción, existe un dique de contención particular que procura la reintroducción en el camino, en el que se encuentra Dios existe. Yo me lo encontré, de André Frossard (Rialp, 29ª edición), el cual nos proponemos a revisitar hoy.

Las caídas del caballo son una constante vital. Las hay de todo tipo: algunos agraciados caen poco y sin rasguños, otros se fracturan las cuatro extremidades en la caída, y otros parece que ya han mordido el polvo cuando, ¡sorpresa!, en el último momento el jinete se agarra a la crin y el equino sigue su rumbo. Frossard, cuyo padre fundó el partido comunista francés, es uno de los segundos: en Dios existe, narra sus peripecias en una familia de «ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo» (p. 32), hasta su conversión pauliana a los veinte años en una anónima iglesia parisina. Aquí me limitaré a comentar algunos puntos del libro cuyos aprendizajes considero siguen estando vigentes a día de hoy.

El primero es conocer, a los ojos de Frossard, las dos formas de ‘no creer’ que tiene el incrédulo. En primer lugar, Dios como ser inverosímil («el ser imaginario designado como Dios era (…) un término arbitrario fijado por los clérigos al concatenamiento de causas», p. 93). Este concatenamiento de causas no resistiría al “progreso de las luces”, y cuando más se supiera, “menos creerían”. En segundo lugar, Dios como ser inadmisible a priori: «(La Creación comunica una forma a la criatura y, con esa forma, unas leyes (…) los objetantes no podían aceptar que se les diera una ley que no hubieran tenido que debatir», p. 94).

Ahora bien, si no hay creencia, ¿dónde está el sentido? Acierta Frossard al decir que el creyente se equivoca cuando imagina al incrédulo sufriendo «por no poder dar respuesta a sus innumerables porqués» (p. 99), pues sí que la da: sencillamente, sustituye a Dios por la Razón, confiando en que «la religión acabará el día, verosímilmente próximo, en que todo estuviese explicado» (p. 95); el día en que «los sabios puedan reproducir la vida y librar de la muerte» (p. 99). Todo cobrará sentido el día que lo averigüemos todo, si bien, como apostilla Frossard, no caen en la cuenta de que «las cosas explicadas tienen aún más necesidad de explicación que las otras» (p. 95).

Sin embargo, incluso el incrédulo más optimista es consciente de que el saber pleno puede no ser alcanzado en vida. Por tanto, ¿qué le impulsa a seguir ‘trabajando’ en pos de ese ‘averiguarlo todo’? En opinión de Frossard, es la colectividad entendida como una «mística que ofrece a sus adheridos una forma impersonal de inmortalidad. Sobrevivirá en la colectividad de algún modo, pues, por otra parte, esta le habría acostumbrado a delegarle su juicio y su voluntad» (p. 99). Así, se completa la premisa inicial: Todo cobrará sentido el día que lo averigüemos todo, y hasta entonces, aguardaremos esperanzados su llegada, confiando en que si no soy yo, la Humanidad (o el nombre que la colectividad haya decidido darse) logrará nuestro triunfo definitivo. Es revelador en este sentido las palabras de Rodríguez Pam al despedirse de la Secretaría de Estado de Igualdad: «Hay esperanza siempre, y se llama feminismo».

La gran virtud de Frossard reside en su capacidad para mostrar los puntos en común del crédulo y del incrédulo a pesar de sus diferencias antropológicas: el primero practica un culto a Dios esperando el Paraíso en el Cielo, el segundo practica el culto a la Razón del hombre esperando el Paraíso en la Tierra. Ambos tienen un afán de trascender a la muerte, pero de distinta forma: el primero cree en la supervivencia del Espíritu en la Vida Eterna, el segundo cree en la supervivencia del Espíritu a través de su difuminación con la Humanidad. Es fácil caer en la tentación de pensar que el adversario obra por motivos espurios, que unos perseguimos “el Bien” y los contrarios actúan motivados por despecho, por desprecio, o sencillamente, por “el Mal”. Frossard redescubre, por el contrario, que ambos estamos en la honesta búsqueda de lo bueno, aunque a nuestro pesar, en lugares opuestos. Ambos tenemos sed de creer, que no somos un hombre y su marciano, sino dos hombres. Al fin y al cabo, «los griegos», no los troyanos, «son de izquierdas en la mitología socialista» (p. 41), al igual que en la nuestra también son de los nuestros.

¿Creer o no creer? Como en la doctrina constitucional, existen argumentos lógicos para ambos y en última instancia la respuesta se hallará en la conciencia de cada uno. Ambas elecciones, sin embargo, deben ir acompañadas de un inevitable salto de fe. Los spin doctors de la política repiten que el votante elige al partido original antes que a su copia. A mi juicio, aquí ocurre lo mismo: ante lo imperativo de la creencia, más vale acudir al relato milenario que al oportunista de turno, confiar en la creencia que no se transmite a chillido de atril, sino a través del pan, «qué es alimento del pobre y preferido de los niños»(p. 161). Hay que creer en algo, y si deja de ser en Dios, «será en cualquier otra cosa», que diría Chesterton. Existe una sabiduría en nuestra tradición milenaria que jamás podrá conocer el ardor revolucionario, un conocimiento que vislumbra el Génesis cuando la serpiente pronuncia las eternas palabras: “seréis como Dioses”. Quizás porque la vida se reduce a morder la manzana o no hacerlo, y que la madurez es aceptar que morder es enemiga de lo bueno. ¿Es esta una llamada de retorno al judaísmo? Supongo que ellos dirían que sí.

El libro comienza diciendo que «los convertidos son molestos». No le falta razón a Frossard: la santimonia de un recién llegado a una fiesta que se lleva celebrando varias horas suele ser mirada con una condescendiente suspicacia que esconde desdén, como si su entusiasmo llegara tarde. Precisamente por ello son imprescindibles: para que los convidados no se acomoden en el sofá y las almas se revitalicen; para que no dejen de bailar en esta celebración excepcional que siempre acaba de empezar.

Ramón Uría

Ágora Nueva