El contenido de los acuerdos alcanzados recientemente por el PSOE con ERC y Junts per Catalunya con el fin de investir como presidente del Gobierno a Pedro Sánchez, nos ha situado en un escenario político de enorme desasosiego e incertidumbre que la generalidad de los españoles solamente habíamos conocido en los libros de historia. Una vez más, un sector de la clase política española ignora las lecciones de nuestro pasado reciente, y discurre empecinado por senderos, ya recorridos en el pasado, que nos llevan directamente a la discordia nacional.
El presidente del Gobierno de España ha negociado su investidura con un prófugo de la Justicia, acordando amnistiar los delitos cometidos a cambio de sus votos. Los términos de dichos acuerdos merecen nuestro desprecio, y han de ser combatidos con todas las armas jurídicas y políticas que la Democracia nos otorga. Sin perjuicio de lo anterior, aún en el caso de que las manifestaciones de rechazo del pueblo español surtieran efecto, y fueran convocadas unas nuevas elecciones generales, el resultado de estas podría volver a ser muy parecido al anterior, con independencia de que la distancia entre el Partido Popular y el PSOE se ampliara. Así, el ganador de dichas hipotéticas elecciones carecería de la mayoría absoluta necesaria que le permitiera investir a su líder como presidente del Gobierno, sin necesidad de acudir a minorías nacionalistas. Ese es el problema trascendental que viene padeciendo nuestro sistema electoral desde la instauración de la Democracia, y que solamente precisaba de un personaje político como el actual presidente del Gobierno para generar la situación, claramente intolerable para el Estado, en la que nos encontramos.
Nuestra Constitución instauró un sistema bicameral en el que se encomendaba a la Cámara Baja o Congreso la función de representar a la totalidad de la Nación española, mientras que la Cámara Alta o Senado debía personificar al conjunto de sensibilidades territoriales puestas de manifiesto en el propio artículo 2 de nuestra Carta Magna. Por ese motivo, el protagonismo que los partidos de ámbito nacional estaban llamados a desempeñar en el Congreso, debería haber conllevado un incremento de las posibilidades de conformar mayorías parlamentarias estables en esa Cámara, al margen de unas minorías que solamente tienen implantación en una parte reducida del territorio nacional.
Sin embargo, los generosos esfuerzos llevados a cabo por los protagonistas de nuestra Transición política para conseguir la integración de los nacionalismos periféricos en la unidad de la Nación española proclamada en nuestra Constitución, conformó un sistema electoral que ha otorgado a dichos nacionalismos una importancia en la formación de las mayorías parlamentarias claramente desproporcionada, en comparación con su nivel de representatividad en el conjunto del Estado. Como consecuencia de ello, la Democracia española ha asistido en los últimos cuarenta y cinco años a un doble fenómeno: por un lado, un proceso de transferencia de competencias a las autonomías que ha devenido, en casos por todos conocidos, en un evidente propósito de privar al Estado de su capacidad de actuación. Por otro, la necesidad de contar con el voto favorable de las referidas minorías a la hora de aprobar anualmente la Ley de Presupuestos Generales del Estado, ha permitido a estas obtener cuantiosos recursos económicos para sus respectivas Comunidades Autónomas, prescindiéndose del interés del conjunto de la ciudadanía que ha de prevalecer en el diseño y ejecución de la política económica del Estado.
Ese doble fenómeno ha alcanzado un nivel inadmisible como consecuencia del resultado generado tras las últimas elecciones, y las exigencias puestas de manifiesto por los independentistas catalanes, que el presidente del Gobierno en funciones no ha dudado en aceptar.
No obstante, el Congreso es una Cámara de representación popular, que ha de velar por la defensa del interés general en su conjunto. Por ese motivo, no resulta tolerable que, con un nivel de descentralización como el alcanzado por España a lo largo de las últimas décadas, minorías nacionalistas y/o regionalistas condicionen la estabilidad y el funcionamiento del Estado. De persistir el actual sistema, el fenómeno puesto de manifiesto provocará el resultado definitivo que algunas de esas minorías nacionalistas persiguen con denuedo: la inviabilidad del Estado español.
Proceder a corregir la situación descrita no requiere de ninguna modificación constitucional. Bastaría una reforma limitada de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General, a fin de garantizar al Congreso su capacidad funcional. Así, estableciendo una barrera electoral que impida acceder al reparto de escaños a aquellos partidos que no superen un 4% de los votos emitidos en el conjunto del territorio nacional, se eliminaría la presencia de minorías nacionalistas en el Congreso, facilitando la conformación de mayorías absolutas en nuestra Cámara baja.
Al existir barreras electorales similares en varias de nuestras Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional, en Sentencias 75/1985 de 21 de junio y 225/1998 de 25 de noviembre, ha podido manifestarse con respecto a las mismas, señalando que «la finalidad que subyace en este conjunto de reglas es la de procurar, combinando incentivos y límites, que la proporcionalidad electoral sea compatible con el resultado de que la representación de los electores en tales Cámaras no sea en exceso fragmentaria, quedando encomendada a formaciones políticas de cierta relevancia. La validez constitucional de esta finalidad es lo que justifica, en último término, el límite impuesto por el legislador, y esa validez se aprecia si tenemos en cuenta que el proceso electoral, en su conjunto, no es sólo un canal para ejercer derechos individuales (personales o de grupo) reconocidos por el artículo 23 de la Constitución, sino que es también, a través de esta manifestación de derechos subjetivos, un medio para dotar de capacidad de expresión a las instituciones del Estado democrático, y proporcionar centros de decisión política eficaces y aptos para imprimir una orientación general a la acción de aquél.
La experiencia de algunos periodos de nuestra historia contemporánea y la de algunos otros regímenes parlamentarios enseñan, sin embargo, el riesgo que, en relación a tales objetivos institucionales, supone la atomización de la representación política, por lo que no es, por lo tanto, ilegítimo que el ordenamiento electoral intente conjugar el valor supremo que, según el artículo 1.1 de la CE, representa el pluralismo –y su expresión, en este caso, en el criterio de proporcionalidad- con la pretensión de efectividad en la organización y actuación de los poderes públicos, por lo que la posibilidad de tal limitación de la proporcionalidad electoral resulta tanto más justificada cuanto que, según hemos visto, no cabe, en rigor, hablar de un derecho subjetivo a la misma sobre la base estricta del artículo 23.2 de la CE».
Con la reforma propuesta, que solamente requeriría del voto favorable de la mayoría absoluta del Congreso y que, por consiguiente, ha podido ser realizada por los dos partidos mayoritarios de nuestro sistema democrático en un gran número de ocasiones, los nacionalismos periféricos perderían su capacidad de secuestrar la política nacional, y ejercerían su actividad política en sus respectivas Comunidades Autónomas y en el Senado.
A pesar de la claridad de las Sentencias del Tribunal Constitucional citadas con anterioridad, algunas voces podrían argumentar que semejante modificación supondría que esas sensibilidades nacionalistas dejaran de ser escuchadas en el Congreso, privando al mismo de la expresión de la diversidad de nuestro país. Sin embargo, España es una Democracia de ciudadanos libres e iguales, en la que no han de existir derechos históricos o privilegios territoriales que vulneren la igualdad de todos los españoles ante la Ley. Los anhelos nacionalistas de expresión política fueron encauzados por nuestra Constitución a través de las Comunidades Autónomas, solución de consenso alcanzada por el constituyente y refrendada de forma mayoritaria por el pueblo español. En ese sentido, y usando las palabras de Ortega, la Autonomía se convirtió en el puente tendido entre los dos acantilados representados por ese sentimiento de una parte de Cataluña que no se siente española, y ese otro sentimiento de todos los demás catalanes y españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España. Los protagonistas de la Transición, que habían padecido los momentos más trágicos de la historia contemporánea española, sacrificaron parte de sus ideas y posiciones con el fin de alcanzar un punto de encuentro con las del resto de actores políticos. En palabras de uno de los padres de nuestra Constitución, se consiguieron cancelar los contenciosos que habían protagonizado nuestra vida política a lo largo de los dos últimos siglos: «(i) el contencioso entre monarquía y república, (ii) el contencioso entre confesionalidad y laicidad, (iii) el contencioso entre liberalismo y socialismo y (iv) el contencioso entre centralismo y secesionismo».
Todos los acontecimientos protagonizados por el independentismo que hemos vivido en Cataluña en los últimos años, y en otros territorios de España con anterioridad, no son más que un intento de romper el consenso y equilibrios alcanzados por la Constitución, imponiendo unilateralmente su visión de la realidad a la otra mitad de la población que no está de acuerdo con ella. El único conflicto político que existe en Cataluña es el generado por aquellos que no aceptan el consenso constitucional votado por sus ciudadanos y las opiniones que difieren de las suyas. Resulta absolutamente irresponsable, por consiguiente, que en un intento pueril de mantenerse en el Gobierno a toda costa, se dé satisfacción a las radicales aspiraciones de quienes, al fin y al cabo, solamente pretenden la destrucción del Estado de una forma u otra.
La persistencia en adoptar acuerdos de Gobierno sustentándose en minorías nacionalistas extremas acabará haciendo totalmente inviable el Estado español tal y como lo conocemos. Por ese motivo, y con independencia de que continuemos manifestando nuestro rechazo al acuerdo alcanzado por el PSOE con todas las herramientas que el Estado de derecho nos concede, es imprescindible que los dos grandes partidos nacionales lleven a cabo la reforma legal expuesta, de tal manera que sea posible la alternancia en el Gobierno de nuestra democracia sin la necesidad de acudir a minorías políticas cuyo principal objetivo fundacional es la destrucción del Estado. La cordura ha de acabar imponiéndose.
Sergio Velázquez Vioque
Abogado