Hace un par de meses el semanario The Economist presentó el suicidio asistido como el siguiente paso en la agenda de emancipación del individuo, después de la declaración del matrimonio entre personas del mismo sexo como un derecho constitucional por el Tribunal Supremo norteamericano. En respuesta a esa portada, el profesor Serrano Ruiz Calderón publicó una breve nota en nuestro blog explicando por qué el suicidio asistido no es sino otra forma enmascarada de la cultura del descarte. Hoy publicamos los comentarios de un médico anestesista, a propósito de la decisión del Parlamento Británico de no aprobar la legalización de la eutanasia o suicidio asistido y otras noticias relacionadas que han saltado a la luz estas últimas semanas.
El pasado 11 de septiembre, la Cámara de los Comunes del Parlamento Británico votó en contra -con una aplastante mayoría- de una propuesta de ley a favor de la despenalización del suicidio asistido de los enfermos terminales. El resultado: 330 votos en contra y 118 a favor. Un no rotundo de los parlamentarios británicos a dicha medida. Lo contrario es el Estado norteamericano de California, en que una iniciativa en sentido similar, que estará vigente 10 años, fue aprobada por 42 votos a favor y 33 en contra.
El hecho es que esta propuesta británica de la Muerte Asistida (que así se llama) ha venido a reafirmar la negativa resultante, en 1997, a una ley similar. Los políticos ingleses no están dispuestos a seguir a sus colegas del otro lado del estrecho, que en este ámbito llevan una “gran ventaja”. En Bélgica, por ejemplo, hace menos de un año se despenalizó la eutanasia infantil. El Reino Unido no se deja convencer.
Y no es de extrañar, pues en este país es precisamente donde nacieron los cuidados paliativos, de la mano de la famosa enfermera Cicely Saunders, fundadora del movimiento Hospice (centros de cuidado integral para enfermos terminales), de los que el primero fue el St. Christopher’s, creado en 1967. Esta enfermera, que abogaba por la atención física, psíquica, social y espiritual, y que hoy es admirada por especialistas en cuidados terminales de todo el mundo, tomó conciencia de las carencias de la medicina tradicional frente a la muerte. Decía a propósito del sufrimiento de los enfermos: «No tardé en comprender que el dolor no era sólo físico, sino psicológico y espiritual; había que cuidar bien a los pacientes terminales olvidados por los médicos tradicionales». Hoy en día, estos cuidados profesionales para ayudar a bien morir están cada vez más extendidos por el mundo, y millones de personas pueden beneficiarse de ellos.
Es difícil ponerse en la situación de un enfermo terminal y de su familia: el miedo al sufrimiento que encontrarán en la enfermedad; el miedo -tan humano- al trance de la muerte; el miedo a hacer sufrir a los seres queridos es una realidad muy dura. Es comprensible que una persona en esta situación quiera acabar con ella cuanto antes. Pero, ¿no sería esto dejar que la muerte tenga la última palabra? ¿No es esto permitir al sufrimiento y al miedo que decidan por nosotros? Durante una conferencia impartida por el presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, Álvaro Gándara del Castillo, el conferenciante explicó que son pocas personas las que piden eutanasia; y que de ellas, la mayoría lo hace porque no conoce el alcance de los cuidados paliativos. Y contó el caso de una mujer que le pidió que la ayudara a morir, porque temía que su familia sufriera por su causa. Él la animó a hablar de ello con sus familiares, y al hacerlo comprobó que todos querían tenerla cerca más tiempo, y que no les preocupaba tanto qué ocurriese al final. Esta mujer terminó dándole las gracias al médico por los que, decía, habían sido los mejores días de su vida, de más profunda relación con su marido y sus hijos.
Hoy no podemos hablar de este tema sin recordar a Andrea, a la que hemos seguido con intensidad estos últimos días y que acaba de fallecer. No puedo juzgar su caso, porque la lógica reserva de sus padres no ha permitido a los medios de comunicación dar suficientes datos para hacer un diagnóstico de la situación. En cualquier caso, por la cercanía, a todos se nos ha encogido el corazón durante este tiempo.
Aún así, pienso que, en el caldo de cultivo generado estos últimos meses por las noticias mencionadas, entre otras, los mensajes que se han lanzado a la opinión pública a raíz del caso de Andrea tienen un claro sesgo orientado a preparar el desembarco de la eutanasia. En las trágicas circunstancias de un caso límite, el título de este artículo no es baladí: ¿hay que ayudar al paciente a morir, o a matarse? La respuesta parece evidente. Pero a veces vivir da miedo, como se ha dicho. Ante una enfermedad crítica, la pregunta definitiva es de qué va a morir esa persona: ¿de su enfermedad o de falta de asistencia razonable?
Se ha aprovechado el caso de Andrea para hablar de muerte dulce y digna, y de eutanasia. Sin embargo, a pesar de los pocos datos clínicos que, en realidad, han trascendido, es posible que en este caso no se tratara de eutanasia, ni activa, ni pasiva, ni nada parecido: sino que lo que realidad pedían los padres y adoptaron los médicos cuando lo consideraron lo indicado, eran unos meros cuidados paliativos. Si es así, y solo la familia lo sabe, el uso o manipulación que se ha hecho de la noticia para poder hablar de eutanasia, resultaría deleznable.
Debemos pararnos a considerar además el alcance que podría tener el despenalizar médicamente la colaboración con el suicidio. Cambiaría totalmente la relación médico-paciente. El profesional dejaría de lado el principio básico de no maledicencia (primum non nocere) cuya profesión lleva asociado desde hace milenios. Además, ¿quién es el médico para quitarle la vida a un paciente? ¿Con qué derecho decide sobre la vida de otro? ¿Quién le erige en juez? El propio paciente, podrían responder algunos. Pero, ¿tiene derecho una persona a convertir en responsable de su muerte a otra? ¿Puede acaso manipularse la vida como se manipula cualquier objeto?
Entramos así en el campo del utilitarismo, verdadero peligro que corre nuestra sociedad occidental, asociado a la pérdida de principios. La persona no es más que un número. Y su valor está, en una sociedad consumista, en lo que pueda tener de útil. Un discapacitado, un anciano dependiente, una persona con una grave enfermedad, pueden entonces convertirse en un estorbo y ser apartados: descartados. Y así pueden sentirse ellos. Pueden incluso sentir la presión de la administración pública, que les recuerda lo caro que es mantenerles vivos. Pero el freno es difícil de poner una vez que se inicia la cuesta abajo; y opciones para esquivar la ley, siempre hay.
Acabo citando las palabras del parlamentario conservador y médico Dr. Liam Fox durante la votación de esta propuesta en el Parlamento británico: «Por muy bienintencionados que sean los que proponen esta ley, esto abriría una caja de Pandora que cambiaría desde los cimientos el quiénes somos, cómo somos como sociedad y nuestra relación con la profesión médica, y no creo que ninguna de estas cosas sea un beneficio para las generaciones futuras».
Guillermo Miguel Ruano, médico residente en Anestesiología en el Hospital de La Paz, Madrid.