Skip to main content

«La democracia ha ampliado la escucha mediante el sufragio universal.Todos cuentan, y se ha garantizado institucionalmente precisamente al transformar la voz en voto. Ciertamente, en las instituciones no representativas -epistémicas o jerárquicas- no tiene sentido recurrir a ese mecanismo. Aunque se puede otorgar voto consultivo, distinguiéndolo del deliberativo»

Hoy se demanda una escucha más atenta, en ámbitos tan variados como la medicina, la educación, la política, la empresa y la misma Iglesia. Esto da lugar a nuevas metodologías, herramientas y procedimientos, desde el proceso de escucha que dio lugar a Sumar, hasta la sinodalidad en la Iglesia. Esta tendencia abarca esferas sociales diversas, por lo que abordarla exige integrar varios sabe-res. Tenemos el peligro de que sea solo una moda, que se preste a la manipulación. También puede convertirse esta dimensión de la virtud de la prudencia en una utopia. O en un expediente para sabotear la autoridad mediante la discusión interminable (‘filibusterismo»). Vale la pena comprender su sentido, posibilidades y límites.

Según la RAE, escuchar es «dar oídos, atender a un aviso, consejo o sugerencia». Pero en nuestro tiempo esto adquiere una connotación terapéutica. Además de dar información, ser escuchado permite sanar una relación traumática con quienes están «atrás, en el tiempo» y «arriba, en poder». La curación por la palabra es una idea vieja: en la catarsis «la acción de la palabra es tan intensa que opera como si el discurso mismo fuese un verdadero medicamento» (Laín Entralgo). Una Palabra de salvación, diríamos en cristiano. Pero en nuestra época hay un giro expresivista, en la estela de ‘El arte de escuchar’ de E. Fromm: lo que sana es ser escuchado. Incluso en ‘Laurus’, una reciente novela de E. Vodolazkin ambientada en la Rusia medieval, el curandero Arsenij a veces «no dice nada y ni siquiera asiente. Escucha atentamente [e] incluso aquellos enfermos a los que no puede curar, se ponen mejor sólo con hablar con él». Ante la ya vieja crisis de la autoridad y de las instituciones, esta reclamación manifiesta un anhelo de justicia y comunión que no debería ser ahogado por un conformismo inercial o cínico: hay margen de mejora. Pero también podría alimentarse de un victimismo susceptible, que demanda atención sin asumir responsabilidad. O de un utopismo ingenuo; y frustrante, porque las personas e instituciones son defectuosas. Estos excesos se perciben cuando el discurso se vuelve asimétrico, y atribuye de modo maniqueo virtudes y defectos, según la posición de gobernante o gobernado; élite o pueblo: cuspide o base.

El giro expresivista es problemático por unilateral. Porque, ¿a quién corresponde escuchar? Etimológicamente escuchar significa obedecer (ob-audire), lo propio del gobernado. Pero aquí de lo que hablamos es de lo contrario: reclamamos a quien manda que preste atención. Cuando la respuesta madura sería que debemos escucharnos unos a otros. Como muestra de respeto, y porque «en las cosas que atañen a la prudencia, nadie se basta a sí mismo», según enseña Tomás de Aquino en la ‘Suma’. Buscar y recibir consejo es el primer paso de la sabiduría práctica.

¿Y a quién debemos preguntar? Según Santo Tomás, «sobre todo a los ancianos, que han logrado ya un juicio equilibrado». Por eso no falta en el diseño de cualquier institución un Senado (de ‘senex’ anciano): y en la civilización científica, los comités de expertos. Pero esto contrasta con el sentido de la igualdad moderno, y su juvenilismo. La democracia ha ampliado la escucha mediante el sufragio universal. Todos cuentan, y se ha garantizado institucionalmente precisamente al transformar la voz en voto. Ciertamente, en las instituciones no representativas -epistémicas o jerárquicas- no tiene sentido recurrir a ese mecanismo. Aunque se puede otorgar voto consultivo, distinguiéndolo del deliberativo. Pero, incluso en su ámbito, los mecanismos de representación democrática resultan insatisfactorios. En todo caso, debemos aspirar a la receptividad (‘responsiveness’) de quien manda. Más allá de que respondan a nuestras aportaciones, que afronten lo que percibimos como problemas, con criterios razonables y actitud recta. Otra cosa descorazona.

Para superar esos defectos institucionales se propone escuchar a quienes están lejos de los centros de decisión: los jóvenes, los marginados. Incluso reduciendo la edad electoral. Atender a perspectivas inéditas es razonable, pero cuando se formula en términos conflictivos -intergeneracionales o de otro tipo- ese discurso adquiere un potencial subversivo. Además. ¿dónde queda el ideal de la escucha cuando se exige unidireccionalmente?

¿Buscamos contribuir al bien común, o nos encaprichamos con que se nos dé la razón y se haga lo que decimos? Los clásicos subrayaban que la prudencia exige escuchar a la realidad. En el ámbito de la fe. la Escritura llama a «espabilar el oído». «Escucharemos y obedeceremos» responde el pueblo cuando Moisés les transmite la Palabra. Pero esta primacía de lo receptivo sobre lo expresivo no es una apología de la gerontocracia y el inmovilismo: un senado condenó a Jesús, y un adolescente le acompañó a la cruz. El rey David, ese «joven rubio, de bellos ojos y hermosa presencia» (1 Samuel 16, 12), cantaba: «Soy más docto que todos mis maestros, / porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, / porque cumplo tus mandatos» (Salmo 119,99-100). Por eso suele decirse -evocando al legislador griego Solón- que para aprender a mandar es preciso antes aprender a obedecer: a escuchar. Porque lo real no son sólo datos objetivos. sino interpretaciones y vivencias. Dolores y alegrias que sólo se comparten en un contexto de confianza.

Todos merecen atención, pero no es posible ni deseable eliminar el momento decisorio (‘imperium») confundiéndolo con la conclusión de un diálogo. Además, la dialéctica que descalifica a los expertos, experimentados y mandatarios tiene algo de roussoniano: se les atribuye una incapacidad para acertar mientras se supone a la espontaneidad edénica una gracia infalible. Recordemos que todos tienen pecado original.

Pero también que están sometidos a algunas pautas inevitables de los grupos humanos. Recordemos el fracaso de los movimientos de radicalización de la democracia (centrales en el 15-M y en el origen de Podemos). O la incapacidad de las tecnologías de la comunicación para resolver las limitaciones de la democracia representativa. Jonatan Haidt (un conocido psicólogo moral) suele afirmar que «si quisiera acabar con la democracia, inventaría las redes sociales». Las dinámicas a que me refiero pueden resumirse en la ley de hierro de la oligarquía (Michels).En cualquier grupo humano complejo siempre son unos pocos los que mandan. Esto sucede también -lo saben los activistas del marxismo-leninismo- en los procesos asamblearios, que quedan secuestrados por «minorías intensas» (Sartori).

Frente a la supuesta superioridad moral del que no «pisa moqueta», Carl Schmitt advertía con agudeza: «Es cierto, el poder corrompe. Pero no te creas que eres bueno porque no tienes poder». Por otro lado, en ese mismo ‘Coloquio sobre el poder’ y el acceso al poderoso, reconocía una dinámica que potencia el aislamiento del que manda: «Ante cada ámbito de poder directo se forma una antesala de influencias y fuerzas indirectas, un acceso al oído, un pasillo hacia el alma del poderoso… El pasillo le arranca del suelo y le introduce como en una estratosfera, donde sólo alcanza a aquellos que le gobiernan indirectamente. mientras que a todos los demás hombres, no los alcanza ya, y ellos tampoco le alcanzan a él». Esta camarilla tiene además sus propios intereses, experien-cias. prejuicios y sesgos, más o menos impermeables a otras perspectivas. Para minimizar los condicionantes de la sociología son útiles -no infalibles- medidas como la colegialidad efectiva. la normalización del desacuerdo cordial, la renovación frecuente de cargos, la diversidad e hibridación de los equipos, la frecuentación de otros ambientes, etc

Debemos tener paciencia en el camino de una escucha recíproca y conjunta, no reductible a un método o a un evento paliativo de los desencuentros del pasado. Seamos sensatos en las expectativas, sin caer en la frivolidad, el enconamiento generacional y otras simplezas. Porque las utopías adánicas socavan las instituciones «sensatamente imperfectas, como todas las causas nobles», según el decir de Gregorio Luri, ya sean representativas, epistémicas o jerárquicas.

Ricardo Calleja Rovira en el ABC.

Profesor de Ética en el IESE de la Universidad de Navarra