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Perdón por lo cursi de la siguiente afirmación: la novela de Kazuo Ishiguro, Los restos del día, es una delicia. La adaptación al cine de James Ivory, protagonizada por Emma Thompson y Anthony Hopkins, es igualmente fabulosa.

La historia narra la vida de un mayordomo, que en la década de 1930 sirve en Darlington Hall, la mansión de un aristócrata inglés. Lo particular de la trama es que este lord es un firme defensor de que Inglaterra debe posicionarse cerca de la Alemania de Hitler antes de la Segunda Guerra Mundial. Este es uno de los primeros dilemas que se intuyen en la obra: ¿dedicar la vida a servir a un «mal señor»?

De manera muy sutil, toda la obra encierra una profunda reflexión sobre lo que es el servicio. No en clave doméstica, sino desde una perspectiva antropológica: qué es y cuáles son las implicaciones de dedicarse a servir a los demás. Lo que entraña hacer de la propia vida una herramienta para ser útil a los otros.

No hace falta poner demasiada distancia para entender que, entre la vida de este mayordomo y la de cualquier político -o cualquier persona dedicada al servicio público-, no hay diferencias notables. De haberlas, estas serían únicamente formales o, con mayor precisión, contextuales: donde el mayordomo encuentra un señor, el político encuentra a todo un conjunto de ciudadanos; la bandeja y herramientas del primero cobrarán forma en el segundo de decretos y leyes. Pero en ambos casos el núcleo de su labor es el mismo: la servicial dedicación al bien ajeno, la entrega a un otro u otros.

Así visto, la labor del mayordomo y del político tienen algo de heroico. Y es que todo acto de servicio hunde en el heroísmo sus raíces. Quienes hemos tenido cerca a servidores públicos, dedicados con honradez y sinceridad a la gestión de lo común, sabemos que tienen algo de héroes -en mi caso, de heroína-.

Ahora bien, ¿cómo se conjuga lo extraordinario del heroísmo con la discreción propia del servicio honesto, que busca el bien sin pompa ni aplauso? Pues con la humildad de quien sabe que sólo está cumpliendo con su deber, por heroico que este resulte. Ishiguro ofrece su respuesta con idéntica sutileza.

En un momento de la novela, el protagonista se pregunta qué significa ser un gran mayordomo. Para responder, recuerda que su padre -un gran mayordomo- contaba con cierta frecuencia una historia. La anécdota hablaba de un mayordomo que había viajado a la India siguiendo a su señor. Una tarde como otra cualquiera, al entrar a preparar el comedor, se encontró para su sorpresa con que allí había un tigre. Sin ser visto cerró la puerta y, sin ademanes de prisa, anduvo hasta la estancia donde su señor se encontraba tomando el té con su visita. Después de toser educadamente, llamando la atención de su señor, le comentó con mucha discreción el incidente. Sin aspavientos, se limitó a pedirle permiso para usar el rifle. Minutos después se oirían tres disparos. Cuando el té estaba terminándose, el mayordomo volvió al salón donde estaban el señor y sus invitados. A la pregunta de si todo iba bien, el mayordomo se limitó a decir «Perfectamente, señor. Gracias. La cena será servida a la hora habitual, y me complace decirle que no quedará huella alguna de lo ocurrido».

Heroísmo y discreción. Ya saben. Quien tenga oídos para oír…

Víctor J. Lana