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Publicamos una reflexión sobre la identidad de Europa. Ricardo Calleja es Doctor en Derecho e inspirador de esta plataforma.

Identidad de Europa
Foto de Scott Webb 

Circula en internet un meme que pone en boca del Dalai Lama una frase inspiradora llena de sabiduría: “Sé tú mismo… Excepto si eres gilipollas… Entonces, es mejor que seas otro”. Esta boutade nos advierte del carácter problemático del grito de otro líder espiritual: “¡Europa, sé tú misma!”, la llamada de Juan Pablo II en Compostela en 1989, dirigida a la juventud europea en trance de liberarse del comunismo y de decidir qué quería ser de mayor. La frase quedó consagrada como lema de la campaña de Wojtyla para la recuperación de las raíces cristianas del continente y guía de la identidad de Europa. Aspiración que no acabó de verse reflejada en el proyecto –a su vez fallido– de Constitución Europea.

Las recientes elecciones europeas se han planteado como una disputa sobre la identidad del proyecto europeo. Sorprende que todos quieran que Europa sea «ella misma». Pero responden de modo distinto a la pregunta ¿qué es Europa? Mi propuesta es que distingamos, sin oponer: no es lo mismo Europa como realidad espiritual, que el proyecto de integración europea que hoy se llama Unión Europea. Europa, antes que un modo de ser continente, es un modo de ser persona y un modo de ser nación. En esta página solo podré abordar lo más radical: el modo europeo de ser persona. De donde fácilmente se extraen conclusiones sobre cómo ser nación en sentido europeo.

«Europa, antes que un modo de ser continente, es un modo de ser persona y un modo de ser nación».

Identidad de Europa: un conflicto solo aparente

Europa es la plasmación histórica –por tanto, imperfecta y abierta– de una convicción: la compatibilidad entre varias formas de entender la identidad personal, a primera vista en conflicto. La identidad inquisitiva heredada de Sócrates y la filosofía griega, que se pregunta por la verdad y que busca conocerse a sí misma. La identidad ordenadora y cívica del derecho romano y de su ideal republicano. La identidad responsiva, propia de los relatos bíblicos, en los que los protagonistas descubren su verdadero nombre en la respuesta a la llamada divina para abandonar las esclavitudes de su entorno social inmediato. La identidad proyectiva moderna, que concibe la vida –también la vida común, política– como proyecto diseñado y llevado adelante con una metodología científica, que descubre medios eficaces para lograr los fines individuales y colectivos. Incluso la identidad nacional romántica, que equilibra el individualismo constructivista con la referencia al terruño, a la tradición, a la lengua y a la historia.

Foto de Paul Gilmore

«Europa es la plasmación de una convicción: la compatibilidad entre varias formas de entender la identidad personal».

Lo que Europa no acaba de digerir bien es la eclosión de la concepción expresivista de la identidad personal –una combinación de emotivismo romántico y de nihilismo nietzscheano– cuyo epicentro fue el mayo del 68 francés. Ciertamente, la reducción de la construcción de la identidad a opciones de consumo –en materia de casa, coche, mujer, hijos, partido, iglesia, equipo deportivo, etc.– propia de la sociedad del bienestar no se correspondía tampoco con la aspiración de los europeos a una vida con sentido, y dejaba en papel subordinado a la mujer y a otros grupos. Era preciso recuperar la autenticidad y la inclusión.

El joven entrepreneur tecnológico

Pero el nihilismo banal del expresivismo (“eres quien quieras ser en cada momento”) ha demostrado ser contraproducente. Nos levantamos, cada mañana, resacosos de un burdo consumismo de experiencias. No estamos preparados para ser la fuente de nuestros propios valores, y quizá es que esa pretensión no tenga recorrido. De ahí que por todas partes se ensayen estrategias de reconstrucción de la identidad personal, mediante el compromiso moral incondicionado con identidades colectivas resentidas y victimizadas. Ya sean colectivos alternativos que sustituyen al proletariado en el discurso de la izquierda, o a las identidades hegemónicas tradicionales que se reivindican tras decenios de represión cultural. Entretanto, más allá de disquisiciones intelectuales, un elemento de la identidad del europeo está en crisis práctica: el proyectivo. ¿Cómo vamos a proyectar nuestras vidas si el instrumento principal de que disponíamos para hacerlo ha quedado embragado? El trabajo, taller de autoconstrucción del self-made-man de clase media, ya no ofrece seguridad, ni garantiza un futuro para la propia familia, ni deja tiempo para cuidar de ella. Las figuras típicas proyectivas (el burócrata y el manager) ven su legitimidad puesta en duda. A la planificación le sustituye la gestión de la innovación, con el joven entrepreneur tecnológico como nueva figura ideal (descaradamente elitista), capaz de navegar la liquidez del cambio. Ojalá esta crisis del proyecto del hombre europeo sea una ocasión para revisitar los elementos más originales, ciertamente pre-modernos, de ese modo de ser: la identidad inquisitiva, la identidad ordenadora y la identidad responsiva.

Escuchar, pensar y poner orden

Es preciso escuchar, pensar y poner orden (no solo organización) en nuestra vida. Pero nos vemos llamados a hacerlo, no en un contexto de aristocrática libertad, sino en medio del fragor de la vida productiva. Más aún, quizá suena la hora de un modo de concebir la identidad personal que incorpore la dimensión de la vulnerabilidad, la dependencia y el cuidado, algo sin duda presente en nuestras raíces, pero no plenamente explicitado. Como me decía una profesora de filosofía, holandesa, agnóstica y liberal, madre soltera de seis meses: “toda la filosofía moderna sería distinta si Descartes hubiera escrito su discurso del método estando embarazado”.

Ricardo Calleja

@ricardocrc