Como continuación a nuestro editorial publicado el 9 de octubre, inauguramos una serie de artículos sobre la situación política y social en Cataluña que nos han hecho llegar varios miembros de Principios preocupados por el desarrollo de los acontecimientos.
No se trata, por tanto, de la opinión oficial de Principios, sino la de miembros y colaboradores a los que hemos querido ofrecer un espacio de opinión libre y plural, que es lo que defendemos en todos los ámbitos de la sociedad.
“¿Cómo volver a esa lealtad, consenso y pacto constitucional que nos permita seguir caminando juntos en lo que han sido las décadas de mayor progreso económico y social de nuestra democracia?”
Eduardo Brunet
El independentismo en Cataluña, que pretende la creación -solo a través del concurso y opinión de los residentes en ese territorio- de un nuevo Estado y Nación dentro o separado de la Nación española, de un nuevo sujeto político soberano distinto del Estado español, es incompatible e imposible dentro del actual esquema constitucional. Expongo a continuación los motivos por los que considero que existe esa incompatibilidad, y las razones por las que a pesar de ello caben en nuestro sistema constitucional partidos políticos cuya única razón de ser es precisamente la búsqueda de ese imposible.
El independentismo no tiene encaje en nuestro actual sistema constitucional, en primer lugar porque la soberanía reside en todo el pueblo español y la Constitución es fruto y sirve a una realidad precedente que es la Nación Española, como único sujeto político.
Los gobiernos autonómicos son los representantes territoriales del único poder legítimo de la Nación española, el del Estado.
La descentralización administrativa vía delegación de competencias hacia las autonomías (sean estas regiones o nacionalidades) opera por vía del consenso de la soberanía nacional a través de la Constitución y no como pacto confederal de entidades políticas nacionales preexistentes.
En los últimos 500 años, ni Cataluña, ni ninguna otra región de España, ha sido nunca una Nación o un Estado.
Cataluña y las demás autonomías no son las que acuerdan encuadrase dentro del conjunto nacional, es la Nación española a través de la soberanía de todo el pueblo español, el que las crea y les da razón de ser como entidades administrativas, no como entidades políticas soberanas.
Cataluña no es “propiedad” o feudo de sus gobernantes, por muy legítimamente elegidos que hayan sido por los residentes en tal región. Tampoco existe una soberanía catalana capaz de decidir sobre su articulación constitucional; es y sigue siendo, parte integrante e indivisible de la realidad política de la que trae causa: la Nación española.
No existen derechos civiles o políticos distintos por el hecho de haber nacido o residir en una región u otra de España. Solo existe una Nación y una nacionalidad, la española.
¿Por qué entonces se permite la existencia de partidos políticos cuya única razón de ser es precisamente la búsqueda de ese imposible? Pues porque la Constitución, que es la que da razón de ser a esa realidad administrativa que son las autonomías, consagra una serie de principios fundamentales bajo los que la soberanía del pueblo español acordó guiarse y que informan toda la arquitectura de derechos y obligaciones subyacentes, entre los que están la libertad de opinión, conciencia, expresión y asociación.
Cualquier opinión y meta, por más que su consecución supusiera una reforma de la Constitución o la sustitución del actual régimen por uno completamente distinto, puede ser defendida dentro del marco constitucional, existiendo toda una batería de instituciones, leyes y reglamentos, especialmente la independencia judicial, destinados a proteger y amparar a sus promotores.
Tan legítimo es, pues, defender la independencia de Cataluña, como la supresión de las autonomías; pero ambos propósitos necesitarían, para llegar legítimamente a algún puerto, convencer a quien tiene de verdad capacidad para decidir, a quien tiene la soberanía nacional, para llevar a cabo la modificación del marco constitucional que lo hiciera posible.
¿Cuál es entonces la raíz del problema actual? Ni más ni menos, como excelentemente puso de manifiesto el Jefe del Estado en su intervención del pasado 3 de octubre, la deslealtad de las instituciones catalanas hacia el ordenamiento vigente, que pone en peligro el interés general del conjunto de la Nación.
Acuciados por toda suerte de problemas económicos, procesos penales, corrupción lampante, pérdida de apoyo electoral… CIU y Artur Mas a su cabeza, se lanzaron en el 2012 a un peligroso juego de póker que inicialmente pretendía chantajear al gobierno de la nación para ampliar el autogobierno y rebañar una mayor parcela de la tarta del reparto fiscal. Sin embargo, la deriva secesionista puesta en marcha para legitimar y afianzar su órdago, no solo les ha castigado duramente en las urnas, sino que les ha acabado convirtiendo a la nueva religión totalitaria nacionalista-secesionista. Y esta, ante la negativa del Ejecutivo a pasar por el aro, les ha lanzado ya sin freno a la proclamación unilateral de la independencia.
Fue entonces (léanse el programa electoral de CIU del 2012) cuando se quebró el “covenant” o pacto de lealtad constitucional que legitimaba el ejercicio de las atribuciones administrativas descentralizadas de la Generalitat y cuando se empezó a atentar meridianamente (e impunemente) contra el interés general del resto de España.
Esa deslealtad eclosiona y se hace ya palmaria en los días 6 y 7 de septiembre, cuando un Parlamento claramente en rebeldía procede, vulnerando no solo su propio reglamento, Estatuto, Constitución y toda mínima decencia democrática, a tramitar y aprobar dos leyes, declaradas nulas inmediatamente por el tribunal Constitucional, que solo pueden llevar a la declaración unilateral de independencia a través de un simulacro de referéndum también unilateral e ilegal en el que, sabían, solo los del Sí irían a votar.
Es curioso que los responsables del gobierno en Cataluña, y sus adalides en otros partidos políticos, tilden de “golpe de estado o a la democracia” la activación del artículo constitucional 155, cuando en cambio, no solo han perpetrado una sistemática y planeada ruptura con el consenso constitucional y legal (desde el 2012 han venido creando y promoviendo públicamente la construcción de “estructuras de Estado” cuya única justificación es precisamente de servir de base a una ruptura, negociada o unilateral) sino que además, siguen sosteniendo, como única salida negociada, un referéndum vinculante (que claramente no es para decidir sino para precisamente romper ese orden constitucional) robando la decisión a los que de verdad la tienen, el conjunto de la soberanía nacional.
Es esa pública y notoria deslealtad institucional la que merita la reacción y activación de los mecanismos previstos en la misma Constitución: no actuar podría constituir incluso un delito de prevaricación.
Aducen los secesionistas que su deslealtad (y posterior palmaria ilegalidad) vino impuesta y fue fruto o consecuencia de la previa deslealtad constitucional del Estado español, cuando a través del Tribunal Constitucional se modificaron determinados preceptos de su Estatuto, previamente acordado en el Parlament y aprobado en referéndum en Cataluña (por cierto, con una participación bochornosamente baja). Como si una previa ilegalidad fuera coartada para saltarse “legítimamente” a su vez la Ley. Sin embargo, de ahí al imperio del más fuerte o la ley de la selva, solo hay un paso.
Pero volvamos a esa “deslealtad de Madrid” que es la que habría provocado la situación de abierto conflicto y hostilidad actual.
Fueron 14 los artículos declarados inconstitucionales, que justificarían ahora no solo incumplir unilateralmente el resto del Estatuto, sino además poner en peligro la misma supervivencia del autogobierno y funcionamiento de las instituciones catalanas. ¿Ha sido imposible, desde el 2010 que se dictó sentencia, buscar un acomodo negociado a esas cuestiones? ¿O más bien ha sido, desde el principio, una coartada victimista para seguir avanzando en ese obstinado camino de deslealtad institucional?
A fin de valorarlo conviene recordar lo resuelto por el TC:
– LENGUA PROPIA. El catalán no será la lengua «preferente» de las Administraciones públicas y los medios de comunicación públicos de Cataluña (artículo 6, apartado 1).
– DEFENSOR DEL PUEBLO CATALÁN. La labor de supervisión del Síndic de Greuges sobre la actividad de la Generalitat, de los organismos que de ella dependen y de las empresas privadas que gestionan servicios públicos no será exclusiva de esta institución (artículo 78, apartado 1).
– CONSEJO DE GARANTÍAS ESTATUTARIAS. Rechaza que este órgano que vela por la adecuación de las disposiciones de la Generalitat al Estatuto, tenga carácter vinculante en decisiones sobre proyectos de ley y proposiciones de ley «que afecten a derechos reconocidos por el Estatuto» (artículo 76, apartado 4).
CONSEJO DE JUSTICIA DE CATALUÑA
– El tribunal niega que el Consejo de Justicia de Cataluña actúe con independencia del Consejo General del Poder Judicial, como órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña (artículo 97);
– Rechaza que el Consejo pueda: participar en la designación y nombramiento del presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña; proponer, nombrar y cesar a jueces y magistrados; expedientar y sancionar a estos; ordenar la inspección de juzgados y tribunales e informar sobre los recursos interpuestos contra las decisiones de los tribunales y juzgados de Cataluña (artículo 98, apartados 2 -letras a, b, c, d y e- y 3; artículo 95, apartados 5 y 6);
– Todos los miembros del TSJC, incluido su presidente, deberán ser nombrados de acuerdo con lo previsto por la Ley Orgánica del Poder Judicial (artículo 99, apartado 1).
– El Constitucional rechaza que aquellos actos del Consejo de Justicia de Cataluña «dictados en el ejercicio de competencias de la Comunidad Autónoma» estén excluidos de un posible recurso ante el CGPJ (artículo 100, apartado 1).
– La Generalitat propondrá al Gobierno central y al CGPJ -y no al Consejo de Justicia de Cataluña- la convocatoria para cubrir plazas de Magistrados, Jueces y Fiscales (artículo 101, apartados 1 y 2).
COMPETENCIAS COMPARTIDAS
– Se elimina cualquier excepción a las bases fijadas por el Estado sobre las competencias compartidas de la Generalitat (artículo 111).
– Será únicamente el Estado el que regule las competencias compartidas de la Generalitat en materia actividad financiera de Cajas de Ahorro y funcionamiento de otras entidades de crédito, gestoras de planes de pensiones y entidades en el mercado asegurador (artículo 120, apartado 2; artículo 126, apartado 2).
FINANCIACIÓN
– El tribunal rechaza que la Generalitat pueda exigir a las demás Comunidades Autónomas «un esfuerzo fiscal similar» como condición para que el Gobierno catalán realice el ajuste de sus «recursos financieros» (artículo 206, apartado 3);
– El fallo del Constitucional elimina la posibilidad de que la Generalitat pueda «establecer y regular» por ley «los tributos propios de los gobiernos locales» (artículo 218, apartado 2).
Vayamos por partes.
Respecto a la lengua, parece evidente que de facto la única lengua que no está siendo respetada en esa comunidad autónoma es la oficial de la Nación española, que es el español, incluso en la actualidad en clara rebeldía respecto a la ejecución de sentencias recriminatorias por parte del Tribunal Supremo.
Respecto al control jurisdiccional exclusivamente catalán, parece más que una legítima aspiración, un canto al sol, pues tal medida no solo rompe la estructura constitucional de división de poderes, sino que es una pretensión sin precedentes en ninguna otra región de España.
En cuanto a la cuestión de la financiación, ajustes y repartos fiscales a nivel nacional, es un tema que se está revisando, habiéndose creado una comisión específica y una institución ad hoc, en la que el gobierno de la Generalitat se ha negado a participar. ¿Por qué no personarse, aducir las razones que sean y tratar de sacar el mejor acuerdo posible? ¿No hubiera sido esto dialogo?
Finalmente, el artículo relativo a transformar competencias compartidas en exclusivas, que no merece mayor discusión por lo evidente de su injusticia e inconstitucionalidad.
El análisis de los artículos declarados inconstitucionales, especialmente a la luz del resto del cuerpo del Estatuto y del amplísimo autogobierno de la comunidad autónoma catalana, revela que no existe esa “deslealtad” que justifique el incumplimiento del orden legal y constitucional vigente ni la declaración de independencia.
Si ha habido deslealtad, ha sido de la propia Generalitat y del parlamento catalán, al tramitar un Estatuto sabedores de la clara inconstitucional en esos preceptos; y también del gobierno de Rodriguez Zapatero, que permitió su tramitación sin recurrir al evidente y necesario filtro constitucional previo.
Por otra parte, a la vista de tamaña “traición” del Estado español, de esa supuesta “prevaricación” del TC o del “ataque inconstitucional” al régimen de libertades catalanas, ¿cuál fue la reacción? ¿Se echaron a la calle a protestar? ¿Llamaron a la desobediencia civil? ¿Se plantearon declarar unilateralmente la republica catalana independiente? ¿Propusieron un referéndum? No, nada de eso. En aquel tiempo Artur Mas era President gracias al apoyo de los partidos constitucionalistas, principalmente del PSOE; ERC se había pegado un batacazo electoral y el porcentaje que apoyaba la independencia entonces no pasaba del 15 % en ninguna encuesta. Por el contrario, tras el sofocón de tener que recomponer el Estatuto, asumieron el status-quo y continuaron contribuyendo a la gobernación leal del conjunto de España.
¿Qué pasó entonces en el 2012, que propició tamaño y brutal cambio de rumbo hacia los postulados independentistas?
Por una parte, en plena campaña electoral, el diario El Mundo lanzó sendas acusaciones al presidente catalán Artur Mas y al expresidente Jordi Pujol, de contar con cuentas ocultas en el extranjero a partir de informes de la Unidad de Delitos Económicos y Fiscales (UDEF) de la Policía Nacional, lo que daría origen al escándalo mayúsculo de la confesión del “molt honorable” Jordi Pujol y el inicio de los procesos por el famoso 3 %.
En esa época, España entró en la fase más virulenta de la crisis económica que llevó por un lado a los partidos políticos nacionales a centrar todo su esfuerzo en evitar la quiebra e intervención del Estado y por otra supuso el surgimiento de un general malestar y desafección que capitalizaron movimientos populistas antisistema como Podemos, que irrumpieron en la escena política e institucional. Todo ello parecía presagiar una etapa de inestabilidad y debilidad del bando constitucional y la secuencia de gobiernos en minoría; gobiernos que quizás volvieran a necesitar del apoyo de los escaños de CIU o simplemente no tendrían la fuerza moral ni los apoyos necesarios para oponerse enérgicamente a un nuevo reto soberanista.
Si bien el PP sacó mayoría absoluta, el resto de las anteriores suposiciones se cumplieron y, aprovechando con fría deslealtad el momento, los convergentes se lanzaron a intentar rentabilizar políticamente la coyuntura, abrazándose con inusitado fervor a una causa independentista que hasta entonces no era en modo alguno significativa. ¿Cómo pueden decir ahora que se han limitado a escuchar y seguir la “voz del pueblo” cuando la simpatía independentista pasó en cinco años de un marginal 15 % a un muy relevante 43 %? ¿No será más bien, que los más de 300 millones de euros de dinero publico invertidos en la sistemática intoxicación ideológica en los medios públicos y en el sistema educativo han sido los causantes del enorme giro de esta nueva “voluntad popular”? ¿No es paradójico que a partir del 2012 se empiecen a crear “estructuras de Estado” cuando todavía no hay un mandato popular al respecto?
Capítulo aparte merece la consideración de las burdas mentiras que han venido sosteniendo todo el engranaje de ingeniería social independentista hacia esa Cat-Arcadia feliz. El “España nos roba” basado en unas ficticias balanzas fiscales entre las autonomías, cuando las propias cifras de la Generalitat muestran justo lo contrario; el “Europa hará lo posible por mantenernos como estado nuevo e independiente dentro de la Unión”, cuando desde el principio todo representante comunitario al que se le preguntara afirmara rotundamente que no cabía tal solución dentro de los tratados constitutivos; la certeza de que esa Cataluña independiente “sería un faro para todo el mundo de democracia, prosperidad, generación de empleo y garantías del mejor sistema de pensiones y salud pública del mundo occidental”, cuando lo primero que hacen en su Ley de Transitoriedad es crear un monstruo totalitario que ya le gustaría al propio Maduro, donde se han fugado ya más de 1.500 empresas representativas del 30 % del PIB catalán, donde la economía catalana ya ha entrado en recesión peligrando los empleos, donde su rating es de bono basura y donde las pensiones al salir de la caja única serían claramente insostenibles; y sobre todo el manido “la mayoría del pueblo catalán aspira a la secesión”, cuando nunca han contado los independentistas con un apoyo puramente secesionista superior al 34 % del censo electoral.
Si todo esto era manifiestamente falso, si es imposible la independencia dentro del marco constitucional, si no tienen ningún apoyo institucional fuera de España, si el mercado principal para sus productos es precisamente el español, y si no cuentan con una clara mayoría de sus votantes?… ¿hacia dónde iban? ¿Quiénes se podrían beneficiar de tal colapso socio-económico? ¿Para qué sirve fracturar en dos a la sociedad civil catalana? Si Tarradellas se levantara de la tumba, seguramente sentenciaría como hizo Ortega y Gasset respecto a los desmanes de la II República “¡esto no es, esto no es!”
Llegados a este punto, tenemos que preguntarnos, ¿cómo volver a esa lealtad, consenso y pacto constitucional que nos permita seguir caminando juntos en lo que han sido las décadas de mayor progreso económico y social de nuestra democracia?
Lo primero que habría que aclarar es si el bloque secesionista en el que también parece ya irremisiblemente incluido el PdeCat (sucesor de un corrupto y desnortado CIU) está por la labor o prefiere seguir jugando a un todo o nada.
Oyendo a la mayor parte de sus representantes legítimos (cargos electos o miembros del Gobierno, esto es no a las asociaciones civiles Omnium y ANC que solo se representan a sí mismas) parece que sí existe un ánimo de encontrar una salida negociada al presente conflicto constitucional, aunque ya a estas alturas sea por mera supervivencia.
Respecto a los llamados partidos constitucionalistas, parece claro también, que cualquier alternativa constitucionalmente viable les es más querida que lanzarse a la complicada y peligrosa aplicación efectiva del art. 155.
¿Cuál puede ser esa vía o alternativa constitucional de mínimos que pueda servir de tregua asumible en los dos bandos?
Aprobar en el Senado las medidas del artículo 155, pero acordando que el Gobierno, a través de consejo de ministros extraordinario, proceda a su suspensión preventiva en caso de cumplirse las siguientes condiciones: (i) toma de razón en sede del Parlament de la inconstitucionalidad y nulidad de las leyes aprobadas el 6 y 7 de Septiembre, (ii) suspensión de cualquier iniciativa de convocatoria de elecciones (iii) compromiso del President y de la Presidenta del Parlament de presentar sus dimisiones y renuncias en el supuesto de que resultaren imputados en cualquier causa derivada de los hechos acaecidos desde el 6 y 7 septiembre, (iv) compromiso de cesar al presidente de TV3/radio y nombramiento de un profesional de reconocido prestigio a efectos de garantizar la independencia y pluralidad de opinión de tal medio público, y (v) el acuerdo de nombrar y participar activamente en una comisión mixta que aborde las cuestiones “pendientes” del Estatuto vigente. Todo ello, bajo un compromiso mutuo de lealtad institucional y búsqueda de la mejor solución en el marco de nuestra constitución o a través de las modificaciones constitucionales que fueran aceptables por el conjunto de los representantes de la soberanía nacional a través de referéndum.
Este proceso de diálogo y negociación supondría la vuelta a la normalidad legal e institucional, la rebaja del tono de crispación, fractura social y movilización en la calle (la juez Lamela ante este cambio del entorno, podría recabar el compromiso fehaciente de los Jordis de no convocar manifestación o algarada alguna como condición a su puesta en libertad pendiente de juicio) y de llegarse a algún acuerdo, a la convocatoria de elecciones a nivel nacional y autonómico para poder tramitar ese nuevo proyecto constitucional y elegir a los nuevos representantes políticos que fueran a ser responsables de su implementación.
Esta negociación y dialogo tiene que ser verdadero, esto es, sin la trampa de condicionamientos previos o líneas rojas como un referéndum vinculante o la no aceptación de una estructura federal del estado.
No cabe duda de que nadie es capaz de predecir si el acuerdo al que finalmente se llegue, si es que se llega a alguno, sea del agrado de todos o incluso que fuera a ser aceptable a la mayoría de la soberanía española vía referéndum, pero eso es política y ahí reside la grandeza de la democracia: si no te gusta el resultado, siempre puedes seguir defendiendo tus ideas, eso sí, dentro del marco constitucional y legal. En ese consenso y lealtad institucional estaremos la mayoría amplísima de los españoles de buena fe.
Las otras dos alternativas que hay sobre la mesa, comicios autonómicos inmediatos o aplicación de todas las medidas aun graduales del artículo 155, no parece vayan a ser efectivas.
Unas elecciones autonómicas en el presente contexto de exaltación y manipulación ideológica no sirven para resolver la raíz del problema: una clara y manifiesta deslealtad institucional que lesiona el interés general. Lo más que conseguirían sería un realineamiento de las fuerzas independentistas dentro del Parlament, que aunque quizás con una más ajustada mayoría, seguirían instalados en la defensa del “proces” más reforzados por el argumento del apoyo de “su soberanía” y sin haber siquiera manifestado un compromiso de volver a la lealtad institucional.
La aplicación efectiva de las medidas previstas en el artículo 155 no cabe duda que requieren de una firmeza, convicción y asunción de un desgaste brutal que no parece tengan ni el PP ni menos aún el PSOE. Cuando nos jugamos tanto, amagar y no dar sería probablemente el peor de los escenarios posibles.
En política, cuando hay que tomar decisiones, siempre se tiende a la que menos desgaste y antagonismo vaya a generar a corto plazo, por mucho que la alternativa fuera sin duda la más conveniente. Por ello, no me llamo al engaño sobre cuál será el camino que vamos a recorrer, aunque me conforta la certeza de que el pueblo español y su Jefe de Estado sí tienen las cosas más claras y nuestra experiencia nos demuestra que es precisamente en los momentos más duros, en las encrucijadas más oscuras que sale a relucir ese heroísmo insensato que nos ha hecho escribir a los españoles las que quizás sean las páginas más gloriosas de la historia universal. ¡Viva España y viva el Rey!!
Eduardo Brunet
24 de octubre de 2017