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Siempre he pensado que la Universidad brinda el mejor escenario para el florecimiento de una verdadera amistad, de esas que duran para toda la vida. Tal vez sea la proyección de la propia experiencia, al saberme un mal deudor de aquellos a quienes hoy llamo amigos y conocí en el campus. O tal vez sea la consecuencia de una indigestión de cine y literatura de trasfondo universitario, porque, ¿quién, después de leer Retorno a Brideshead, no ha fantaseado con descorchar botellas de vino y fumar cigarrillos entre las calles de Oxford, como lo hacen Charles y Sebastian? No lo sé, aunque tiendo a inclinarme por la primera opción. El escenario de estas amistades: las cervezas después de un examen, un cigarrillo en el cambio de clase o un descanso en la biblioteca; y su práctica: lo que sella y conmueve caminar juntos -repasando- hacia un final, el unísono girar de las cucharillas o la consabida petición de azúcar moreno en la cafetería; es lo que, repetición tras repetición, convirtió al otro en amigo, en buen amigo.

Esta suerte de alternancia de escenarios está en la misma raíz de la amistad. Alberoni decía que la amistad se distingue del fulgor del enamoramiento en que se distancia de la reivindicación, propia del segundo, para construirse a través de encuentros sucesivos. La amistad es un diálogo interrumpido, y sólo así es amistad; mientras que el amor romántico busca la presencia, la continuidad frente a la interrupción. 

En el amor romántico, la totalidad de cuanto existe se concentra en el otro, por eso le decimos «eres mi vida» o, en versiones más cursis -de las que no me niego consumidor- eres «mi mundo» o «mi universo». Y, además, con vocación de exclusividad, frente a la amistad, que la repele. Es lo que Javier Gomá define como la reducción de la pluralidad a la unidad, en la persona del amado: toda mi vida, mi mundo y mi universo se concentran en ella. Pero al amigo no. Fuera de escenarios infantiles, adolescentes siendo generosos, el amigo no ocupa centralidad alguna, ni se persona como exclusivo, ni busca una constante presencia. No le decimos al amigo lo que sí al amado. Algo así sería ontológicamente contrario a la amistad. O, mejor dicho, una patología de aquella. 

Los buenos amigos quieren el bien del otro por encima del suyo propio. Esta amistad exige partir de una posición ajena a uno mismo, requiere poder vivir la relación desde el amigo. Respetando enteramente la realidad del otro, lo que el amigo es. Sería propio sólo de una amistad mezquina demandar del otro algún tipo de exclusividad. La búsqueda de una presencia constante, posesiva o rayana en el control, o el afán de convertirse en un elemento imprescindible son desórdenes de la amistad, que la corrompen. Tampoco la dependencia o los celos riman bien con lo que la amistad es. Precisamente, porque la amistad sólo es tal cuando se encuentra libre de toda pasión.

Y digo que algo así sería mezquino, porque esa mal llamada amistad no respetaría lo que el otro es: un ser creado libre. Una relación así no se vive desde el amigo, sino desde el yo, y encuentra en la libertad del otro un obstáculo a superar. La causa, objeto y fin de esa –pobre– amistad es la misma: un redundante «mí, me, conmigo», que reivindica la necesidad de lo que, en su esencia, es del todo innecesario.

Que no se me malinterprete al decir esto. No es que la amistad no haga falta o sea prescindible en nuestras biografías; todo lo contrario. Pero una amistad sólo es tal cuando, en concreto, tiene conciencia de su carácter contingente. En mi defensa diré que la idea no es mía y que nadie la ha desarrollado tan bien como C. S. Lewis en sus Cuatro amores. Según este, la amistad es un amor caracterizado por una «exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad». La categoría de la obligación no existe en la amistad: ni yo debo amistad a nadie, ni la amistad es un derecho que me pueda ser reclamado. «No hay exigencias, ni la sombra de necesidad alguna -continúa Lewis-. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear». Y es que, ser amigo, es primeramente saberse innecesario.

La amistad así vivida, al abrigo de reivindicaciones, exigencias o afanes de posesión es reflejo de un amor superior. Saber querer así tiene algo de elevador. Una entrega así vivida, «libre de todo instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin reservas de sentirse necesario, es un amor eminentemente espiritual. Es la clase de amor que uno se imagina entre los ángeles. ¿Habremos encontrado aquí un amor natural que es a la vez el Amor en sí mismo?». Esta es la altura a la Lewis sitúa a la amistad. Abrazar una amistad elevada, libre de dependencias y reivindicaciones nos trasciende. En su máxima expresión, la amistad es un hogar cálido y compartido, que nos acerca a la sutil grandeza de saberse innecesario.

Víctor J. Lana

Abogado