El suicidio asistido es una forma de eutanasia que legaliza que los médicos y las familias puedan colaborar con quien desea morir. El semanario The Economist lo presenta –en un articulo de la semana pasada– como la siguiente frontera de la libertad del individuo. Pero para nosotros se trata de otra sutil forma de esconder la cultura del descarte que hace que valoremos a los individuos -incluso a nosotros mismos- sólo por nuestra productividad inmediata y no por la insustituible aportación como personas.
En general los argumentos dominantes a favor de la legalización del suicidio asistido tienden a desarrollar un discurso unilateral, que podría sintetizarse en la realización autónoma a través de la muerte, en determinados casos. Así aparece en general en el último número de The Economist. Igualmente parece entenderse que las normas que sancionan el auxilio ejecutivo al suicidio pertenecen a una especie de resto religioso en la legislación civil incompatible con nuestra sociedad postmoderna. Se obvia que en la mayoría de los casos el suicidio asistido apenas encubre una eutanasia médicamente administrada, y se descuida también un dato fundamental. En la mayor parte de los países occidentales el suicidio es la primera causa de muerte violenta y tiene casi siempre una connotación patológica. En otras palabras, por diversas razones el suicidio es una amenaza superior por ejemplo a los accidentes de tráfico o la violencia en el seno del hogar. Quiere decirse que toda trivialización del suicidio o incluso su presentación como un acto de liberación, por mucho que Emil Cioran sostuviese que solo se suicidan los optimistas, obvia la mayor parte del problema.
Por otra parte, observando las deficiencias en esos mismos países en la atención no sólo sanitaria sino social a las personas en las últimas fases de su vida, o a las que tienen graves carencias, parece que la solución humanitaria de matarlos con asistencia médica es otra forma de “pasar la pelota” o eludir una situación que para el conjunto de la sociedad parece incómoda.
En última instancia el suicidio asistido no resuelve los dos grandes problemas ligados a la eutanasia: uno la clasificación objetiva en vidas que merecen o no ser vividas, otro el poder del médico de matar. El concepto de vida que no merece la pena vivirse incide plenamente en la cultura del descarte de una forma ciertamente sutil. Por presión social se ayuda a que determinados sujetos se consideren a sí mismos, y queden caracterizados socialmente como superfluos. Lejos de humanizarse su permanencia, se busca una “salida” humanizada y no dolorosa. Eso sí, la solución asistida ayuda a disminuir el gasto sanitario.
José Miguel Serrano Ruiz-Calderon: Profesor Filosofía del Derecho. Universidad Complutense de Madrid.