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Entrevista a Ricardo Calleja Populismo

ENTREVISTA A RICARDO CALLEJA SOBRE POPULISMO.
Por Sandra Román Martín

¿Qué rasgos tiene en común el populismo en los países que integran la UE?

El populismo es la apelación a la base social como verdadera encarnación del pueblo, que se opone a las élites –políticas, sociales, económicas- y que va acompañada de gestos y lenguaje adecuados para ese objetivo. Sin embargo, el populismo niega o ignora que: 1) las sociedades las gobiernan élites –la ley de hierro de la oligarquía-, aunque sean populistas; 2) el bien común debe ser el fin de la política: es decir, no solo el bien de una facción, ni siquiera de una mayoría.

Para que surja el populismo es necesario al menos: 1) que haya un malestar hacia las élites, y que se perciba la asimetría entre estas y el pueblo en el disfrute de los bienes comunes o en la distribución de las cargas sociales; 2) que alguien proponga un relato alternativo al oficial, canalizando ese malestar hacia políticas alternativas a las de las élites defienden, y que por definición son sospechosas de defender ante todo el status quo.

Existen causas específicas del populismo en cada una de las sociedades, ¿cuál es la de España?

En España como en otros lugares, la crisis ha puesto en cuestión los grandes mitos sobre los que se apoyaba el gran consenso socio-político de nuestras sociedades (lo que algunos llaman despectivamente el “régimen del 78”). En concreto, el mito de la representación y el mito de la igualdad de oportunidades.

Frente al mito de la representación –que se escenifica en el Parlamento y en la política de partidos- se dice que “no nos representan”, que la política de verdad “se hace en la calle”, y que es preciso superar el actual marco institucional.

Frente al mito de la igualdad de oportunidades –la idea de que tenemos las necesidades básicas cubiertas y la posibilidad de prosperar si trabajamos-, se señalan las desigualdades, sobre todo en la carga con el peso de la crisis y en la frustración de las expectativas vitales consagradas durante una época de crecimiento y de dinero barato.

Pero en cada país es diferente. Me parece que en España hemos demostrado una gran resistencia al lenguaje radical del cambio de régimen (cambio de forma de Estado, salida del euro, reforma a fondo o abandono de la UE, políticas de inmigración agresivas y retórica nacionalista, etc). Ni siquiera Podemos defiende estas medidas hoy en día, aunque esto podría cambiar. Por otro lado, el nuestro es un populismo “de izquierdas” y “soberanista”.

Frente al mito de la igualdad de oportunidades (…) se señalan las desigualdades, sobre todo en la carga con el peso de la crisis y en la frustración de las expectativas vitales.

Las causas de esta idiosincrasia son múltiples, por supuesto. Aventuro alguna:

En primer lugar, la “gente” no está compuesta de trabajadores o desempleados industriales –muchos de los cuales ya perdieron sus empleos hace muchos años con la reconversión industrial- y eso hace que los temas de su preocupación sean distintos: por ejemplo, no tememos que los inmigrantes nos quiten esos trabajos.

Además, en España no tenemos un fenómeno de inmigración tan problemático, por la homogeneidad del origen (latinoamericano) y quizá por un doble fenómeno de apertura y buenismo típicamente católico, junto a una ausencia de nacionalismo español identitario fuerte.

Esto último viene explicado por la historia, y la experiencia franquista y la posterior “moral bondadosa” (con cosas buenas y malas) que se ha difundido desde la Iglesia y otras autoridades morales.

Otro elemento claramente español es que el populismo no es antieuropeísta, o al menos no ha sido capaz de hacer de este tema una baza electoral. Europa es todavía en España sinónimo de cosas buenas.

Por último, España es una sociedad envejecida que se está demostrando muy conservadora. A pesar de la nueva política alimentada sobre todo por gente joven y tuitera, la mayoría decide con otros criterios, como ha sabido leer perfectamente Mariano Rajoy. Señal cierta de que los servicios sociales funcionan razonablemente y de que la expectativa es que sigan haciéndolo.

Lo que ha cambiado es el futuro que espera a los jóvenes.

¿De qué modo puede impactar el auge del populismo en los regímenes democráticos? ¿Y en la configuración de Europa a medio y largo plazo?

El populismo, que suele ir acompañado de demagogia, favorece soluciones simples, y apela a sentimientos básicos. Puede hacerlo porque nos guste o no, funciona, a pesar de nuestras concepciones ilustradas sobre la racionalidad humana, y de nuestro complejo de superioridad cultural.

Por tanto es caldo de cultivo para liderazgos fuertes, salvadores. Estos liderazgos por su propia naturaleza ponen a prueba la solidez de las instituciones constitucionales, que limitan y orientan el ejercicio del poder.

La invocación del principio de mayorías, de la identidad nacional y de la voluntad general son ciertamente parte del lenguaje de la democracia, que con el populismo pasan a tener primacía, a costa de esas instituciones.

Pero a nadie se le oculta que el poder sugestivo de esos conceptos acerca la política más a la mística que al debate razonable, a la búsqueda de acuerdos, a la mejora progresiva de las condiciones de vida.

La invocación del principio de mayorías, de la identidad nacional y de la voluntad general son ciertamente parte del lenguaje de la democracia.

La Europa que conocemos pertenece al segundo tipo de política, llevada a cabo por élites, aunque no le faltó en origen un cierto idealismo que se le ha atragantado. Es indudable que al menos por unos años, esa estructura va a ser usada como chivo expiatorio para gestos populistas. Lo que hace pocos meses parecía impensable, puede fácilmente suceder. A la vez, hay tantos intereses creados –en el mejor de los sentidos- que es dudoso que se vaya a echar al traste todo el invento.

La Unión Europea debería formular su legitimidad claramente en resolver problemas que trascienden lo que el Estado puede hacer aisladamente, pero sin amenazar con grandes proyectos identitarios federalistas. Hay un populismo europeo también en la persecución de las prácticas menos elegantes de las grandes multinacionales que los Estados no son capaces de embridar, como ha sucedido con la multa a Apple.

¿Qué diferencia hay entre los populistas europeos de izquierdas y de derechas?

En el populismo los extremos se tocan. Precisamente porque la división derecha e izquierda –que en cada época adquiere un contenido específico- deja de ser la relevante. La política es polarizadora, y los dos grandes partidos son hoy en cada país el partido del sistema y el partido anti-sistema. Aunque estamos todavía en medio del proceso de configuración.

La diferencia –que no es irrelevante a pesar de lo anterior- es dónde se origina –en qué grupo social, en qué conjunto de temas y de predisposiciones- el movimiento anti-sistema. En España es clara la genealogía desde el 15M, que hizo salir a la calle a muchos que habían votado a Zapatero o estaban en el absentismo. Era cuestión de tiempo que alguien capitalizara los cinco o seis temas que de modo muy transversal generaban un nuevo consenso para el cambio político.

La política es polarizadora, y los dos grandes partidos son hoy en cada país el partido del sistema y el partido anti-sistema.

En el otro extremo, por razones ideológicas y sociológicas el partido conservador es mejor candidato para constituirse en el partido del sistema. Así se explica a veces la crisis del socialismo moderado, al tener que elegir entre su alma “socialdemócrata” y su alma “revolucionaria”. Pedro Sánchez ha representado con singular versatilidad ambos papeles en cuestión de meses.

La plasmación de esta dinámica sería una segunda vuelta de las presidenciales francesas con dos candidatos supuestamente “de derechas”. Veremos si Le Pen es capaz de atraer el voto antisistema de la izquierda

Según Podemos, su populismo es benigno, mientras que el de Le Pen o Trump es maligno. ¿Hay populismo bueno y populismo malo en política?

El criterio sobre lo bueno o lo malo en política es el bien común. Esta es una afirmación que puede parecer vacía, pero excluye por principio la búsqueda de un interés solo de parte, sin justificar por qué eso es bueno para todos, aunque no a todos contente o interese.

El populismo en el sentido “fuerte” es por tanto por definición “malo”, pues divide la sociedad, y resuelve una eventual injusticia con otra. Sin embargo, no se puede excluir que el populismo en sentido “débil” reclame y logre cambios que redistribuyan el poder y las cargas de la sociedad, frente a unas élites que –con legitimidad formal quizá, e incluso con eficacia- se sirven a sí mismas, por encima del bien común. Es posible un verdadero totalitarismo soft de parte de ciertas élites socialmente muy presentables, como se ve claramente en la sociedad americana.

El populismo en el sentido “fuerte” es por tanto por definición “malo”, pues divide la sociedad, y resuelve una eventual injusticia con otra.

No se puede olvidar que el bien común por definición exige una atención especial y específica a los intereses y necesidades de los más desfavorecidos, que por la fuerza centrífuga de las relaciones sociales, pueden quedar marginados del proceso político y de los beneficios de la vida en común. No es por tanto malo un cierto populismo, que empatice con esas personas y grupos, que entienda sus problemas, que manifieste solidaridad con ellos, y que por lo tanto use su lenguaje. Creo que un ejemplo de este empeño lo tenemos en el Papa Francisco.

Aparte dejo la discusión tan repetida sobre la supuesta superioridad moral de la izquierda. Salvando las distancias, el totalitarismo marxista apelaba a principios de justicia que pueden tener una resonancia moral más evidente que los principios identitarios y agonales del nacional-socialismo. A la postre, ambos justificaban la violencia contra el que disentía, y dividían la sociedad en diversas clases o razas.

¿Cuál cree que es la alternativa más eficaz y honesta al populismo?

La política no es un ejercicio académico-intelectual. Hay que convencer con razones, pero también hay que generar empatía, mostrar resultados.

En cierto modo es inevitable que quien hace política deba padecer estrabismo: con un ojo mira el corto plazo (la necesidad de alcanzar y conservar el poder, y para eso de satisfacer al votante tal como es) y con el otro observa el largo plazo (pensando de verdad en el bien común de todos, que no se logra solo con acciones simbólicas o con medidas populares). Lo habitual sin embargo es la miopía.

En una sociedad donde la sensibilidad popular se ha activado, y el relato que opone élites a pueblo resulta vigente, es inevitable tener que recurrir a un cierto populismo “débil”, para evitar los males mayores del populismo “fuerte”. Pero a la vez, hay que tener una estrategia a largo de fortalecimiento institucional y de la cultura política.

En una sociedad donde la sensibilidad popular se ha activado, y el relato que opone élites a pueblo resulta vigente, es inevitable tener que recurrir a un cierto populismo “débil”.

En este contexto, se abren oportunidades inéditas de cambios políticos y sociales que estaban impedidos por el status quo. Resulta mucho más relevante por tanto quién manda, cómo es su carácter, cuáles sus prejuicios y sus puntos de referencia. Cuál su estrategia a largo plazo, posiblemente no confesada.

Rajoy, por ejemplo y aunque parezca paradójico, recurre a este tipo de populismo, que satisface a un tipo de votante mayoritario en España. Y no tiene rubor en explicar el otro día que sube impuestos después de elecciones para bajarlos antes de las elecciones, y que así tiene contentos –esto ya no lo dice explícitamente- a los tecnócratas europeos y a sus votantes. Y a Montoro.

Es una táctica eficaz; pero no sé si comparto la estrategia a largo plazo.

Ricardo Calleja