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Por: Miguel Ángel Trillo-Figueroa Ávila 

Así, con carácter general, se atribuye a la presidencia del Congreso la función de velar por el mantenimiento del orden en la sede de la soberanía nacional, de conformidad con sus facultades de policía reconocidas expresamente en la Constitución.

En ocasiones, el buen funcionamiento de las Cortes Generales puede verse perturbado por las actividades de sus miembros o de personas ajenas a ellas, acciones que obligan a intervenir a sus órganos de gobierno para restablecer el orden a través de la llamada disciplina parlamentaria.

Esta potestad disciplinaria, que ostentan la presidencia del Congreso de los Diputados, encuentra su fundamento en la regla de la autonomía de las Cortes Generales, reconocidas expresamente en el artículo 72 de la Constitución Española (CE). Esta manifestación de la autonomía organizativa del Congreso de los Diputados encuentra su fuente principal en el Reglamento de la Cámara, donde se recogen, bajo el título «de las disposiciones generales de funcionamiento», las normas internas que configuran dicha disciplina —lex scripta, previa y certa—.

Este régimen disciplinario encuentra, además, su base en los deberes que deben ser observados por todos sus miembros, que no tienen otro fin que mantener la buena marcha de la actividad de la Cámara y garantizar el decoro y la cortesía parlamentaria. Así lo recoge expresamente el artículo 16 del Reglamento, señalando lo siguiente:

«Los Diputados están obligados a adecuar su conducta al Reglamento y a respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentarios, así como a no divulgar las que, según lo dispuesto en aquel, puedan tener excepcionalmente el carácter de secretas».

Por tanto, el orden y la cortesía parlamentaria deben presidir todas las actuaciones de los diputados, y más, si cabe, durante los debates parlamentarios. No obstante, en numerosas ocasiones, algunos de sus integrantes no cumplen con estas obligaciones, lo que hace imprescindible corregir esas conductas mediante la aplicación de la disciplina parlamentaria.

En el contexto de esta disciplina, las llamadas al orden son uno de los recursos que la Presidencia de la Cámara tiene a su disposición. Este instrumento parlamentario tiene por objeto corregir las alteraciones del orden que pueden producirse durante el transcurso de una sesión parlamentaria como consecuencia de las actuaciones de los propios parlamentarios, ya sea mediante insultos, abucheos, descalificaciones u otros comportamientos inadecuados.

El Reglamento aborda esta cuestión en el artículo 103, indicando que los diputados y oradores serán llamados al orden en los siguientes casos: cuando usen expresiones ofensivas hacia la Cámara, sus miembros, las instituciones del Estado o cualquier otra persona o entidad; cuando no respeten las normas para el correcto desarrollo de las deliberaciones; cuando interrumpan o alteren el orden de las sesiones de alguna manera; y cuando, tras habérseles retirado la palabra, intenten seguir hablando.

Así, con carácter general, se atribuye a la presidencia del Congreso la función de velar por el mantenimiento del orden en la sede de la soberanía nacional, de conformidad con sus facultades de policía reconocidas expresamente en la Constitución. Se trata de poderes amplios diseñados para responder de manera eficaz y rápida a situaciones de desorden en la Cámara, otorgando al presidente un «amplio margen de actuación, ya que debe tener la capacidad de reaccionar con agilidad ante determinadas circunstancias».

Sin embargo, esta potestad disciplinaria no puede utilizarse de manera arbitraria por parte de la Presidencia. Cabe recordar que el principio de neutralidad ideológica debe dirigir la actuación del presidente de cualquiera de las Cámaras que conforman las Cortes Generales. Por tanto, el uso abusivo o la no aplicación debida de las facultades disciplinarias, en detrimento de la minoría parlamentaria, supone una lesión de los derechos reconocidos a los grupos minoritarios, derechos que son base de la convivencia pacífica que debe observarse en la actividad parlamentaria. Por tanto, como bien señaló el profesor Torres Muro, «la autonomía parlamentaria no puede servir de patente de corso para justificar los abusos que pueden intentar revestir de actos de aplicación [o no aplicación] a meras arbitrariedades, producto de la lucha mayorías-minorías y del lógico dominio de las primeras sobre los órganos de Gobierno de las Cámaras».

En consecuencia, el presidente del Congreso de los Diputados deber ser una autoridad imparcial y fuerte, con capacidad para prevenir los desórdenes que pueden ocasionarse en sede parlamentaria.

En resumen, la disciplina parlamentaria establece unos modos de conducta y unas formas de cortesía y de respeto que son necesarias observar, y cuyo incumplimiento provoca la aplicación de unas normas disuasorias y sancionadoras. Es responsabilidad de la Presidencia de la Cámara aplicar de manera objetiva, inmediata y efectiva estas normas disciplinarias cuando así se requiera, sin arbitrariedades ni favoritismos políticos. Un parlamento sin disciplina, o en el que la falta de la misma impida el correcto desarrollo de sus funciones, pierde automáticamente credibilidad ante la opinión pública y pone en riesgo la propia finalidad de la institución.

«Es lo que hay», presidenta.