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«Podemos decir que el trabajo debe ser bueno en tres sentidos instrumentales: que no sea dañino para el trabajador o para otros; que sea útil para alguien, que sirva; y que permita al trabajador ganarse la vida para sí mismo y sus relaciones fundamentales (la familia). Pero, más allá, el trabajo bueno es aquel que transforma no solo el mundo, sino al propio trabajador, haciéndole crecer»

 

Una alumna me preguntaba no hace mucho qué podía sacar en claro de un curso de antropología y ética durante un máster. Le dije lo que suelo repetir en clase: distinguir entre fines y medios; poner los medios al servicio de los fines; y pensar sobre los fines de modo específico, poniendo orden entre ellos. Se hizo un silencio. «Pero si pienso así, quizá concluya que en realidad no quiero hacer consultoría, como todo el mundo me dice». Recordó entonces la cita de Sócrates que habíamos comentado en el aula: «Una vida sin examen no merece ser vivida»; y otra de Stuart Mill: «Es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho».

La reciente inspección sobre las condiciones laborales de las ‘Big Four’ no nos ha revelado nada que no supiéramos. Y desde luego nada que no sepan los miles de jóvenes que cada año ‘aplican’ (nótese el anglicismo) para empezar ahí su carrera profesional. Pero ha sido ocasión para que se ensayen modos diversos de responder a una de las preguntas más importantes de la filosofía práctica: ¿qué es un buen trabajo? Interrogante decisivo para las personas, las familias, las empresas. Y para la sociedad en general.

En nuestra conversación ciudadana son frecuentes dos opiniones que resuelven el tema de un plumazo. Por un lado, una cierta visión marxista que ve en el trabajo por cuenta ajena una causa cierta de alienación. En el otro extremo, la visión libertaria, que llama bueno solo a aquello que satisface nuestras preferencias subjetivas de modo eficiente. Lo sorprendente es que ambas actitudes son compatibles en quienes están vitalmente alienados y psico-físicamente exhaustos, pero lo racionalizan por las supuestas ventajas salariales, de seguridad o de carrera futura, o simplemente por el atractivo mimético que despiertan ciertas carreras.

Es preciso resolver la cuestión de fondo: si el trabajo es bueno solo en sentido instrumental, como medio para lograr recursos; o si se trata de un bien intrínseco o -dicho de otro modo- una de las dimensiones de la vida buena que constituye nuestra dignidad personal y permite crear vínculos significativos con otros. Intentémoslo.

El trabajo -un buen trabajo- no es cualquier actividad productiva. Esto también caracteriza la esclavitud, donde está ausente la libertad y la retribución justa. La labor humana tampoco puede ser como una pieza de un mecanismo o un logaritmo, pues implicaría tratar a la persona solo como un medio perfectamente sustituible. Llamar a eso trabajo en sentido estricto sería engañar o engañarse.

Hay quien dice que el trabajo ideal es el que harías aunque no te pagaran. Pero es importante no confundir el trabajo con el juego, con esas actividades lúdicas o estéticas -también necesarias para la vida buena- que son un fin en sí mismas, un campo para la expansión creativa. Al juego le falta algo propio del trabajo: la exigencia de un servicio útil, especializado, riguroso, constante, fiable… Profesional, en una palabra.

Para el ser humano amar al prójimo se traduce de modo inmediato en servirle y dejarse servir, en una red de intercambios que son a veces transaccionales, pero muchas veces gratuitos. Porque somos animales indigentes, necesitados, dependientes unos de otros. Cultivar y cuidar el jardín de la Creación es la vocación original del ser humano en la sabiduría bíblica. Junto con el mandato de formar una familia («creced y multiplicaos») es el modo en que cumplimos de ordinario el mandamiento del amor.

En resumen, podemos decir que el trabajo debe ser bueno en tres sentidos instrumentales: que no sea dañino para el trabajador o para otros; que sea útil para alguien, que sirva; y que permita al trabajador ganarse la vida para sí mismo y sus relaciones fundamentales (la familia). Pero, más allá, el trabajo bueno es aquel que transforma no solo el mundo, sino al propio trabajador, haciéndole crecer. Es bueno si permite hacer una aportación insustituible fruto del propio ingenio y compromiso; aprender -en sentido técnico, intelectual y moral- a servir mejor cada día; obtener algo más que recursos dinerarios: debe ser fuente de reconocimiento, de posición social; si facilita establecer relaciones -personales y no solo funcionales- con colegas, clientes, amigos, conciudadanos, etc., que son otras dimensiones fundamentales de una existencia humanizada. El servicio profesional exige sacrificio y, de ordinario, cansa, aunque uno quede satisfecho. Las generaciones más jóvenes -acostumbradas a la gratificación instantánea- a veces no comprenden que un trabajo no es bueno porque les divierta o genere éxito inmediato, sino que deben aprender a disfrutar de ser útiles a otros. Que es necesario aprender con paciencia sobre sí mismos y sobre las necesidades ajenas, encontrándoles -en colaboración con otros, a veces competitiva- soluciones cada vez más satisfactorias. Que no hay vida buena sin buen trabajo, sin servicio. Lo cual no implica caer en el extremo opuesto, tan propio de las generaciones ‘boomer’: el de quienes han sacrificado las otras dimensiones de su vida en el altar del éxito profesional, hasta hacer del trabajo la única fuente de su identidad personal.

Esta primacía de la dimensión subjetiva del trabajo (‘praxis’) sobre su dimensión objetiva (‘poiesis’) es un principio de la filosofía social cristiana desarrollado con claridad en su momento por el Papa san Juan Pablo II (en la encíclica ‘Laborem excersens’). En consecuencia, las relaciones laborales no se deben regular solo por la justicia conmutativa o contractual, sino que deben respetar un marco de exigencias objetivas -las que definen un trabajo digno-, que pueda adaptarse a las cambiantes y variadas circunstancias sociales y económicas. De esta visión se deriva la concepción de la empresa como una comunidad de personas que trabajan juntas, y no simplemente como un conjunto de transacciones de valor económico o un escenario de lucha de clases. Una definición prescriptiva -no descriptiva- que no siempre tiene traducción perfecta en los contratos societarios y laborales, y que exige ir más allá de la ley. Y una valoración de la economía no solo por cuánta riqueza material crea y distribuye, sino por cómo contribuye a la trama de las relaciones y servicios recíprocos que sostiene la convivencia cívica.

Como es obvio, este es un mundo imperfecto. Nuestros trabajos también. A veces no son mucho más que terapias ocupacionales. Además, la economía es una realidad fluctuante. No buscamos aquí por tanto un modelo ideal, absoluto y rígido. Pero no debemos dejar de llamar a las cosas por su nombre, hacernos las preguntas relevantes y tomar decisiones que mejoren lo presente. Al menos, evitemos cometer «errores de manual»: usar personas, poner los fines al servicio de los medios, usar medios que no nos llevan a donde queríamos, o que lo dejan ‘ad calendas graecas’.

Entiendo que estas afirmaciones son incómodas. A mi alumna atribulada le recordé, en fin, que a Sócrates le hicieron beber la cicuta, acusado de corromper a la juventud, por enseñar a cuestionar los lugares comunes que siempre saturan el ambiente.

Escrito por Ricardo Calleja y publicado en el Diario ABC el 27 de enero de 2023