Fueron tres motivos por los que elegí el libro y todos tenían que ver con la portada. Una tumbona despatarrada que evocaba el mediterráneo moral. Un grosor nimio que invitaba a pensar en precios de saldo. Un autor paisano de mi padre. A todas luces, suficiente para comprarlo. Una inoportuna cuarta razón incitaba a robarlo: un título con el nombre maternal que me ha acompañado desde el comienzo de los (de mis) tiempos y “un mar del verano” que siempre fue su meca a la que volver. La decencia impide el hurto al amigo hospitalario, y después del gustoso menú del día en la taberna-librería Casamata, no quedaba más remedio que pasar por caja y aparcar el romanticismo del Robin Hood literario en favor del mercantilismo honrado. Un trato justo. Sobre todo cuando Robin Hood, en realidad, son ellos.
En solo una tarde se devoran las ochenta y siete páginas que componen Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta. Diplomático y dramaturgo gijonés, integra el selecto club de autores, junto a Harper Lee, Salinger o Lampedusa, que tocaron la gloria dejando un ínfimo rastro de narrativa. Su herencia teatral se percibe en la obra, estructurada en tres “actos”: En Verano, En Invierno, y En Verano Otra Vez, que componen el soliloquio de un niño que deja de serlo. La riqueza de Helena, publicado en 1952, radica en sus viajes a lugares ya abandonados, tan lejanos que la distancia a ellos no se mide en metros sino en años.
En verano es un ejercicio de retorno al primer amor, cándido y pueril, incomprensible y ajeno al cálculo, ausente de lo carnal, pues la desbocada sexualidad que nos bombardea todavía no ha penetrado el alma. En verano define este nuevo sentimiento como “un mero perfume que hacía sentir un no sé qué muy dentro” , nacido al calor de un hogar rústico que desde la ciudad envidia el hombre moderno, “una cosa rara que daba ganas de llorar muy suavemente, en algún lugar apartado, donde nadie me oyera y llorar, llorar toda la vida, muy contento de andar llorando siempre”. Así, a cierta edad y de sopetón, brota el contubernio incubado a lo largo de la infancia, a instancia de unos inesperados y cálidos ojos verdes, con los que no se sabe qué hacer ni cómo reaccionar pues sin venir a cuento uno se ha puesto nervioso y se angustia y de repente importa el pelo y el peinado y la cara, porque claro, a lo mejor su vecino es un poco más guapo, y yo tampoco me veo mal, la verdad, pero ya no quiero jugar a polis y cacos y esas cosas de niños, por lo menos con ella delante, porque total, ¿para qué?, si ya es hora de ser mayor, ¡hombre!, y te aceleras y falta el aire y no sabes que pensar y entonces levantas la mirada y caes en la cuenta de que las pecas de la Uca-Uca te han estado mirando fijamente mientras cavilas estos pensamientos haciendo chirriar la baldosa con el zapato, y se te sube toda la sangre a la cabeza y te pones rojo y se hace un silencio interior. Y te mira. Y no dice nada. Y la ves marchar. No sabes mucho; en realidad, no sabes nada: no has entendido bien lo de Dios y Jesús, ni has cogido el bus ni el metro ni tienes pensado hacerlo, ni hay nada más allá de la frontera que marca tu colegio, tu padre y tu casa. Solo sabes, con pesar, que toca tirar las pistolas de juguete. Y que toca peinarse.
En Invierno es el necesario interludio al relato que comienza En Verano. Oscuro y frío, narra la historia del niño que quiere ser bueno pero todavía no sabe cómo, impotente al ir descubriendo que la propuesta cristiana no es de mínimos, sino de máximos, y por tanto, inalcanzable en esta vida. Desarrollado en un confesionario, nos acercamos al dicotómico pensamiento infantil, donde la lógica se barniza de elementos disparatados y ajenos a la realidad. Los tintes tragicómicos del pensamiento del niño, con los que cualquier joven que haya pasado por el ámbito arciprestal puede empatizar, se repiten en cada razonamiento (“y uno querría ir de misionero y pasar hambre y fatiga y sueño, todo por Jesús, y que luego lo sacrificaran a uno con todos los salvajes tocando el tan-tan alrededor y bailando borrachos y completamente desnudos y las mujeres también. Y de repente se daba uno cuenta que estaba pensando en las mujeres desnudas salvajes y que uno estaba pecando otra vez…”), y a la vez, hacen dar gracias por haber nacido después del Concilio Vaticano II. También dan ganas de abrazar al niño como al hermano pequeño y contarle que el maniqueísmo se superó y que el anhelo de ser hombre (“tan seguros, riéndose solamente de las cosas que verdaderamente tenían gracia”,) no sólo es compatible sino sine qua non con la condición de pecador, como lo es la penumbra a la redención. Y como niño que es, le dejaría de dar la turra para permitirle conocer la idea de la humildad y la paciencia a través de la experiencia que le queda por vivir.
En Verano Otra Vez sucede la oscuridad del Invierno con el retorno de Helena y el estío que trae consigo. La playa asturiana, el sol y el verano, junto a una madurez adolescente que supera el desconcierto infantil, son el cálido fondo donde se recogen los frutos nacidos del sufrimiento del confesionario. Ayesta nos da la oportunidad, en el último acto, de espiar a través de la mirilla un amor de la época. Se cumplen todos los cánones: él es noble y viril; ella, pícara y delicada, aunque “no tonta como las otras niñas” . Uno podría suponer la toxicidad del amor narrado, pues nunca se cuestionan la bondad de los géneros; a sus ojos, el inevitable comportamiento social que ambos ejercen es el propio de su ser. Sin embargo, intentar deconstruir el relato honesto y humano de Ayesta, reduciendo la atracción (de él) a motivos materialistas y de opresión, supondría obviar que el fundamento del amor sincero radica en la deslumbrante admiración por una mujer buena , “tan hermosa y tan libre y valiente” , pues, aunque sorprenda, hace ochenta años ya existía la belleza, la sensibilidad e incluso la sensualidad (distinta del erostismo), como se sorprenderá más de uno al recorrer un último capítulo plagado de sutilezas y atisbos del perenne tesoro oculto, imaginable solo a través de lo Helena deja imaginar.
El cuento de Ayesta termina con una inevitable catarsis de emociones que el lector acompañará con sonrisa cómplice, alegre de haber sido invitado, aunque sea desde una lejana andanada en la playa de La Ñora, al viaje de dos enamorados que se creen profundamente. El elogio de Helena, sin embargo, trasciende a la obra para aterrizar en el agradecimiento a la protagonista. En primer lugar, porque es ella quien permite imaginar estos magníficos mundos, solo posibles con la existencia de una mujer bella que ame. En segundo lugar, y más relevante, por la soñada réplica al brindis eterno que le propone nuestro amigo: en aquella playa asturiana, a la caída del agosto, Helena escucha de boca masculina la íntima declaración de intenciones que quema todas las naves. El torero entra a matar y aunque impertérrito parece que aguarda la suerte de la espada, “tengo alborotadísimo el corazón” , intentando capear la tempestad que se dirime en él. Helena, sin embargo, no contesta con desmayos ni románticos entusiasmos, sino que, con la delicadeza propia de su humildad, responde al otrora niño simplemente apoyando “la cabeza sobre mi hombro”, y solo entonces comienza él a conocer la dicha de ser beato. Pues, con el mar ya en calma, “en silencio, Helena me miraba, me miraba”.
Ramón Uría Regojo es miembro de Ágora Nueva (https://agoranueva.com/)
Título: Helena o el mar del verano
Autor: Julián Ayesta
Editorial: Acantilado
Páginas: 87
Primera publicación: 1952