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La mañana del 9 de mayo de 1950, Robert Schuman hizo llegar a Konrad Adenauer su propuesta de unificación de la producción del carbón entre Francia y Alemania. Lo hizo advirtiéndole de que no representaba sólo un horizonte de cooperación económica, sino que constituía la génesis de un proyecto común de naturaleza política. Era el germen de la Europa comunitaria en cuyas instituciones hoy se desenvuelve la Unión. La respuesta de Adenauer fue, literalmente, «[a]pruebo de todo corazón su propuesta». 

Llegamos así a ver que el corazón está en la génesis misma de Europa. La de la Unión es y ha sido una hazaña del corazón, mucho más que del bolsillo. Schuman lo tenía claro. La identidad y los valores precedían naturalmente a cualquier realidad institucional. Es más, en su visión de la política, la vocación de las instituciones no era sino la de proteger y fomentar esa realidad subyacente, que prexiste y justifica el marco que la exterioriza. 

Para Schuman, jurista mucho antes que político, la justicia es un valor capital dentro del elenco de valores y principios en que se cimienta Europa. Su articulación como poder del Estado requiere de particular cautela, para mantenerla al abrigo de ideologías y otras pasiones. Al respecto, en octubre de 1935, en un congreso de juristas celebrado en Nancy, afirmaba lo siguiente:

«Los estragos causados por la guerra en el terreno de las costumbres han falseado su funcionamiento. La crisis del parlamentarismo, la impotencia de nuestra legislación para prevenir el saqueo del ahorro y las ganancias inconfesables, la confusión de los poderes y los incesantes atropellos del interés privado al bien común, todo eso procede, en último análisis, de una causa principal: el espantoso desencadenamiento de todos los egoísmos cínicamente expuestos o prudentemente enmascarados, pero en beneficio de temibles protecciones ocultas».

La labor jurisdiccional, arbitradora, que asume el Estado para pacificar la colisión de intereses debe ser una tarea ágil: «[u]na buena justicia ha de reaccionar rápidamente», afirma. Pero por encima de todo, debe tratarse de una labor «libre de toda atadura política u oculta».

En la arquitectura constitucional delineada por Schuman, el estatuto judicial debe estar «absolutamente apartado de las influencias políticas». La separación de poderes, y dentro de ella la independencia judicial, se erigen en pilares mayores para sostener la paz civil: «[s]i la confianza en la magistratura fuera irremediablemente dañada, no quedaría ya recurso posible contra la arbitrariedad, ni otra defensa contra la injusticia que la violencia y la insurrección».

La politización de la magistratura fue uno de los problemas endémicos de Francia que más preocuparon al Padre de Europa, entonces diputado por Mosela. Su diagnóstico en 1935 era que se debía a la pérdida de la noción de moral pública y privada, un desconcierto ético a cuyo culpable identificaba entonces en la Primera Guerra Mundial y sus efectos orgánicos en el marco institucional francés. Una corrupción moral que calificaba de «repugnante gangrena» en el cuerpo social. 

Pasados veinte años y otra guerra en Europa y Francia −todavía más devastadora−, su preocupación por la politización de la justicia seguía siendo la misma. Como ministro del Gobierno francés, dentro del cual ocupó entre otras la cartera de Justicia, se enfrentó con honesta preocupación a esta lacra. Desde Vendôme se dolía al ver la politización de la justicia francesa, incrementada tantos años después. 

En la biografía «Robert Schuman. Padre de Europa (1886-1963)» (Palabra, 2009) René Lejeune recoge una anécdota que refleja la profundidad de la inquietud que esta cuestión despertaba en Schuman. Cuenta Lejeune que, ocupando el Ministerio de Justicia, diariamente recibía demandas y reclamaciones ciudadanas, que pedían el amparo del ministro en los procedimientos en que se hallaban involucrados. Conocer esta realidad generó en Schuman una indignación creciente. Durante el verano de 1955 un juez pidió una cita para despachar con él, intranquilo por la presión que recibía al instruir un caso de corrupción en el que se encausaba a un conocido político. El juez puso en manos de Schuman su indecisión y zozobra, pidiéndole su consejo. Lejeune reproduce el siguiente diálogo:

«-¿Está usted convencido de su culpabilidad? – le pregunta el ministro.

-Sí, absolutamente -responde el juez.

-Entonces está usted obligado, en conciencia y por la ley, a inculpar a ese hombre. Nadie está por encima de las leyes de la República -concluye el ministro».

La experiencia de Schuman al frente de esta cartera fue breve y dejó en él un sabor amargo. La empresa que emprendió frente a la politización de la justicia francesa no era en absoluto sencilla. Tenía además en su contra que, como hoy, es un problema que despertó la sensibilidad partidista de unos y otros. A pesar de su compromiso con esta causa, su titularidad en el Ministerio de Justicia no alcanzó el año. Esta fue la última responsabilidad ministerial que ocupó Schuman, y que abandonó tres años antes de que le diagnosticaran la enfermedad que terminaría por quitarle la vida.

Una vez abandonado el Ministerio de Justicia, con un sentimiento de cierta frustración humana, cuenta también Lejeune que, en la intimidad de su hogar, Schuman le hizo la siguiente confesión:

«Se puede dudar de que el legislativo y el ejecutivo lleguen nunca a emprender y llevar a bien la reforma en profundidad que está pidiendo el sistema judicial francés. Un ministro de Justicia, miembro de un partido político, ¿está en condiciones de confeccionar un proyecto de verdadera reforma? ¿No se podría pensar en un ministro de Justicia nombrado, para cinco años no renovables, por un colegio presidido por el presidente de la República y compuesto por los presidentes de las Asambleas y miembros del Consejo Superior de la Magistratura mayoritarios en ese colegio? La independencia de la autoridad judicial es crucial para la paz civil y para la tranquilidad de los ciudadanos».

En el sesenta aniversario de su fallecimiento, el pensamiento de Robert Schuman resuena con una urgencia renovada. Su defensa sincera de la independencia judicial es parte de su testamento intelectual, y nos recuerda que la tranquilidad en el orden de la Unión es, en gran medida, tributaria de una autoridad judicial «libre de ataduras políticas». Hoy, más de medio siglo después, el eco de Schuman nos hace ganar consciencia de que la independencia judicial no es un capricho, ni mucho menos algo contingente; sino un pilar que la Unión y cada uno de sus Estados Miembros deben cuidar como una parte irrenunciable de su identidad política. Pues constituye una condición de posibilidad del marco democrático sobre el que se edifica la totalidad de la Europa institucional. 

Víctor J. Lana

Abogado