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Hoy se celebran las primarias en Indiana. Por primera vez en la historia Indiana cuenta: si Trump gana hoy, habrá llegado matemáticamente al número de delegados necesarios para ser elegido candidato republicano durante la convención del mes de junio, en primera vuelta. Es decir, sin posibilidad de que el establishment organice una alternativa. Las encuestas ayer decían que Trump iba 15% por delante de Cruz en este estado. Y por primera vez una encuesta nacional lo situaba por delante de Hillary Clinton en intención de voto. (Nota del editor: el autor se refiere a un acto el lunes, en la madrudaga del martes supimos que Trump había arrasado en las primarias de Indiana. El miércoles los otros dos contendientes republicanos renunciaron a su candidatura, por lo que Trump es ya virtualmente el candidato del Partido Republicano).

En estas circunstancias, ayer pude asistir al rally de Trump en South Bend, la ciudad en la que estoy viviendo por razones profesionales, donde está situada la famosa Universidad de Notre Dame. Lo hice con la actitud de un “científico social”, con afán de observar el fenómeno político, sociológico y de comunicación. Pero también dejé claro que no comulgaba con aquello. Por un lado sólo aplaudí en alguna ocasión. Un grupo de tres mujeres que estaba cerca de mí y de un profesor francés que tampoco aplaudía, nos señalaban con el dedo: “esos no aplauden”.

Pero eso no era suficiente. Debía encontrar una forma de mostrar explícitamente mi desacuerdo, que a la vez fuera respetuosa, pues no quería provocar las iras de nadie. Así que asistí con una camiseta blanca en la que escribí: ¡¡Viva México!! con intención de sacarme una foto todo lo cerca que pudiera. Antes de pasar por el control policial tuve que ponérmela del revés, para evitar que me mandaran de vuelta por donde había venido, pero una vez dentro pude volver a vestirla discretamente. Mi acompañante –un fan de Trump- no se atrevió a sacarme la foto. No le culpo. No estaba el horno para bollos. Al final otro profesor se ofreció. Mala cámara, pero se ve a Trump al fondo.

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Ricardo Calleja en el acto de South Bend, con Donald Trump al fondo.

Llegué al lugar del evento con tres horas de antelación. Había una cola kilométrica para entrar en el recinto. Trump bromeó con los periodistas que decían que había unas 1.500 personas y lo puso como ejemplo de cómo mienten. “Casi tanto como Ted Cruz”. Realmente había muchas más en el recinto principal, en otras dos salas enormes llenas de seguidores conectados por televisión, y en la calle, donde mucha gente se quedó sin poder entrar. Se hablaba de 12.000 personas. Quizá algo menos.

El perfil, muy marcado: blancos, clase media trabajadora (blue-collar), y sus hijos (ya adolescentes o jóvenes por su cuenta, algunos niños). Muy americano. Muy normal. No exaltados (aunque sí exaltables). Poca gente de la universidad. Algunas personas de otras etnias, pero apenas ningún afroamericano, y ningún latino. Mucho merchandising agresivo que la gente se tomaba medio a broma. Retórica muy afirmativa por parte de los organizadores del evento (avisos muy legales, pero intimidadores sobre cómo reaccionar si alguien montaba follón). Durante las tres horas de espera sonaron no más de diez canciones: clásicos de los Rolling Stones y de Elton John y Billy Joel. Nada muy conservador. Pero la gente llegó a quejarse cuando sonó por quinta vez “You can’t always get what you want”, que yo cantaba: “You can’t always get Donald Trump”.

Trump llegó con media hora de retraso. Pero antes: calentamiento por parte de uno de la campaña. Una especie de Maquiavelo salido de House of Cards que hablaba con pasión impostada y precisión científica, tocando todas las teclas que iban calentando el ambiente: se nos han llevado los puestos de trabajo y los buenos sueldos, nadie piensa en nosotros, los políticos sirven a los intereses organizados de las grandes corporaciones, solo Donald Trump piensa en nosotros, él va a salvar (sic) América, a hacer que América sea grande otra vez, a poner América primero. Después, un par de testimonios de antiguos entrenadores de equipos deportivos de la Universidad de Notre Dame, alabando a Donald. Y es que no hay nada más parecido a esto que un partido de fútbol americano, donde todo el mundo responde sincronizado a la apelaciones a la identidad. Juramento a la bandera. Himno americano cantado por “rubia espectacular”. USA, USA, USA!

Y Trump en realidad no hizo más que seguir tocando todas las teclas ya marcadas por la partitura. Eso sí, con la gracia y la soltura de un pianista de jazz. Variaciones, guiños, imitaciones, gestos… Es un showman de primera categoría. Un genio en el arte de ridiculizar, y de lograr que las cosas suenen coherentes a base de afirmarlas con rotundidad. Grandes hurras a las menciones al muro. En directo queda mucho mejor que en la televisión: no se le nota lo artificioso de su pelo, de su piel naranja, de su sonrisa de anuncio. A la salida entregado a la multitud: es una estrella del rock. Pero en realidad eso es la política en este país desde hace mucho tiempo: un espectáculo. Trump es solo alguien que se ha atrevido a sacarle todas las consecuencias, despreciando el cartón piedra del lenguaje oficial para decir sin ningún rubor lo que la gente quiere oír.

Hay algo de bueno en esto. Pero la realidad es que ayer no hubo ningún tipo de argumento. Los enemigos eran identificados claramente -los grupos de intereses, los inmigrantes, Washington, etc.-, sus contrincantes ridiculizadosde modo gracioso y hasta amable, como haríamos cualquiera en una sobremesa-; los problemas magnificadosse refería a las madres que han perdido a sus hijos fruto del crimen de inmigrantes ilegales-; las soluciones afirmadas sin maticesderecho a portar armas, un muro muy grande, negociadores astutos con los chinos…-. Todo son recursos narrativos. Nada hay de racionalidad discursiva. La experiencia de la democracia en directo (¡¡unas primarias y no por televisión!! ¿Qué hay más democrático?) no tiene nada que ver con la deliberación sobre los medios conducentes al bien común. Y uno se pregunta si alguna vez ha tenido algo que ver con eso, y si alguna vez será posible. Lo único importante es poner a América primero. Ser grandes otra vez. Y pasar un buen rato.

Trump es un demagogo, pero no creo que llegue a ser un tirano. Creo que él en persona no es especialmente peligroso. Pero la puerta que abre a la demagogia populista prepara el camino para el ejercicio arbitrario del poder, más allá de las constricciones del Estado de derecho, envuelto en la voluntad popular. Si como decía Spaemann, hoy tenemos un nihilismo banal, que sustituye al nihilismo heroico de los totalitarismos, Trump es la puesta en escena política de la banalidad. Pero no hay nada en nuestro sistema educativo, en la vitalidad moral e intelectual de nuestras comunidades, en la cohesión de nuestros lugares de trabajo, en la vibración de nuestras iglesias que apunte la más mínima capacidad de resistencia ante este fenómeno. El sentido común apoyado en la corrección política ha demostrado ser un límite muy frágil, que puede derribarse con la adecuada dosis de saturación mediática, incluso frente a la presión del establishment. Por otro lado, si uno mira al “sistema” vigente, es difícil ver en él nada que ofrezca soluciones, y tampoco un discurso racional que convenza, ni un mito nacional que entusiasme.

El emperador va desnudo. Donald Trump no tiene problema en denunciarlo, pero tampoco en salir en pelota (en expresión de Cervantes) al escenario, con una muy escueta hoja de parra. Y a la gente le encanta. Las protestas indignadas del otro lado de la calle reclamando dignidad y respeto, llamándole fascista, etc., no pueden tapar la desnudez del emperador, ni van a sonrojar a este payaso, a quien estamos obligados a tomar en serio.

¡Viva México!

Ricardo Calleja