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Razones que justifican el voto a Donald Trump

Tras las últimas primarias de West Virginia, Nebraska y Oregon, Donald J. Trump se encuentra a sólo 67 delegados de los 1.237 que necesita para asegurarse la nominación en la convención republicana de Cleveland, que tendrá lugar en julio, cuatro meses antes de las presidenciales. En juego, todavía, 405 delegados más. Esto deja el camino expedito para el gran showman, a salvo incluso de posibles maniobras de última hora para investir a Paul Ryan, por la vía de la liberación de delegados, en una hipotética convención abierta.

Pero, más allá del complejo sistema de designación de candidatos, sorprende la antipatía que ha generado en medio mundo semejante exhibición de democracia interna. A mi juicio, la perplejidad que suscita la carrera republicana y sobre todo el potencial nombramiento de Trump tiene bastante que ver con el sesgo cognitivo del que hablan Waytz, Young y Ginges en un artículo publicado en 2014 por la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. En él, los autores explican la “asimetría de las motivaciones políticas”, o dicho de otra forma, nuestra falta de objetividad a la hora de evaluar las creencias del oponente, un vicio que polariza inevitablemente el debate. Podríamos resumir esta teoría destacando que la mayoría de la gente piensa que su ideología se basa en el amor, en la benevolencia, en toda una plétora de ideales nobles; y que la del contrincante, por el contrario, no tiene mayor fundamento que el odio. Esta polarización absurda y paralizante es la responsable de que Trump, el odiable, personifique al ángel caído. Porque todos, de una forma u otra, somos enemigos de Trump; el que menos lo es de su insolencia, sus bandazos y su mal gusto. La animadversión hacia el candidato outsider se ha convertido en la argamasa perfecta para unir a la opinión pública americana, polarizada como nunca, en su contra. (Nota del editor: ver el post recientemente publicado Tras el muro de Trump).

Donald Trump

Por Gage Skidmore | Cortesia de Creative Commons

En segundo lugar, abominamos de Trump porque arriesga demasiado. Republicanos y demócratas coinciden en la valoración: Donald Trump ha llevado demasiado lejos su desafío al establishment, a ese recoveco del Sistema donde política, empresa y amistad convergen. Sabemos que la dictadura de lo políticamente correcto no es más que la primera muralla exterior de la fortaleza construida por los que se juegan mucho en unas elecciones. Y Trump, el antipolítico, se pitorrea de la corrección política porque se juega poco. Y, como se juega poco, arriesga. Seguramente su fortuna real será menor que de la que presume, y estoy convencido de que su campaña, como John Oliver explicó en este vídeo, no está siendo autofinanciada. Pero no importa: queda claro que Trump, ya sea por insensatez, por poseer un peculio obsceno o por su inconmensurable ego, se ha propuesto bombardear los pilares del consenso sistémico para regocijo de decenas de millones de americanos tanto blue como white collar. Americanos que con el sentido de su voto (lo ha advertido Roger Senserrich), ponen de manifiesto que las bases republicanas se alejan a paso rápido de las tesis de Hayek y del sueño del estado mínimo.

Es de recibo reconocer, también, que los infundios que dirigimos contra el virtual nominado entroncan con el proverbial etnocentrismo centroeuropeo, tendente siempre a menospreciar las formas políticas y culturales que se separan del canon clásico, que es el único verdadero. Nos pasa con Putin, con los bolivarianos de América Latina, con las dictaduras militares en países árabes y con toda figura política exótica. Desde Europa, nos escandalizamos de que los estadounidenses no sean capaces de percibir la necesidad de encumbrar a un nuevo burócrata. Ellos, mientras, se están ilusionando con un millonario que va por libre, porque casi todos sueñan con convertirse algún día en millonarios que van por libre. Ilusión que se hace aún mayor cuando ven cómo este extravagante empresario promete curarles el hastío de la vieja política

Por su parte y como antítesis, Hillary Clinton atesora todos los elementos de la política de siempre: muestra mejor que nadie los vicios de “la casta” en su tercera acepción. Ha actuado como brazo ejecutor de las políticas más impopulares de Obama y custodia, dicen, varios cadáveres en el armario. Como ha dicho P.J. O´Rourke, es la crone del crony capitalism (la bruja del capitalismo de amiguetes). Pero hay que elegir. Y como el plano de la política se construye con dos ejes, la libertad y la virtud, que cada quien juzgue. Estos dos conceptos definen la posición de cualquier político y facilitan por tanto su escrutinio público.

Donald J. Trump no ha presentado sus respetos a la Libertad (sus declaraciones exteriorizan, más bien, una idea tuitiva del Estado) y tampoco ofrece, a mi entender, demasiadas garantías apriorísticas de honradez. En mi particular plano, su ordenada y su abcisa están próximas a cero. En consecuencia, yo nunca votaría a Trump. Pero le reconozco, porque es de justicia, haber movido la alfombra para obligar a hocicar a los de siempre. No es conservador, ni liberal, ni provida, ni enarbola, en suma, ninguna de las banderas republicanas tradicionales. Sin embargo, le patrocinan una vitalidad física envidiable, un control de los tiempos magistral, agilidad en los debates y un sentido del espectáculo sólo al alcance de un mercader neoyorquino como él. Si a esto añadimos que ha sabido beneficiarse de la creciente tensión racial espoleada por las políticas erráticas de Obama, ya tenemos nominado. Les regala a sus seguidores las consignas que esperan, y lo hace con un liderazgo vigoroso y con cortesías de barra de bar.

Auguro y deseo que gane Clinton, por poco, y que encare una legislatura tortuosa, con una mayoría republicana en la Cámara de Representantes y en el Senado, y con la clase media mostrándole continuamente sus fauces. Apoyo a Clinton porque es la segunda peor cosa que le puede ocurrir a América y porque cuatro años no son nada. Y aunque gracias a la Constitución, el gobierno federal preocupa más a la comunidad internacional que a los propios americanos, el presidente electo tendrá que elegir al sucesor de Scalia en el Tribunal Supremo, y eso sí que marcará el rumbo de EE.UU. en los próximos años. Agotada la primera legislatura de Clinton, tercera de Obama, habrá llegado el momento de un candidato republicano que recomponga las huestes del elefante detrás de un proyecto conservador verdaderamente ilusionante.

Alberto Ortiz. Trabajo como investigador en el IESE: finanzas y ética empresarial. También me interesan la filosofía, la política (sobre todo la americana) y las tendencias sociales. @AOrtizPizarro