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Despolitizar la educación, garantizando la libertad de elección, de creación de centros y de elaboración de su currículum educativo, con la implicación de padres y profesorado; el acceso de todos a una educación humanística y de calidad, que no esté al servicio de ideologías ni tan solo de objetivos utilitarios.

En el balance habitualmente tan positivo de las últimas décadas en nuestro país, la educación es un fracaso colectivo. Es verdad que no podemos ponernos de acuerdo en el sentido último de la educación, pues topamos con un pluralismo irreductible de visiones sobre la persona y el bien común. El debate educativo lleva abierto desde Platón y no se cerrará, por suerte, nunca. Pero es evidente que el fracaso de la educación constituye un auténtico mal común, ya se contemple la educación en términos de formación de ciudadanos, de contribución a una economía dinámica e innovadora o en clave de cultura humanista. Los datos de PISA y los informes de la OCDE –aunque aborden variables cuantificables que no lo son todo-  son desoladores. Además, como siempre, un sistema educativo deficiente afecta de lleno al ideal de la igualdad de oportunidades, pues se ceba sobre todo en las personas con menos recursos socio-económicos o en situaciones de fragilidad. Es por tanto una causa eminente de descarte. También en este punto es necesaria la reconstitución: la búsqueda de nuevos grandes acuerdos en torno a un proyecto común de convivencia en paz, libertad y justicia.

Esta situación no es consecuencia de la crisis financiera, ni de los recortes que imponen las políticas de austeridad. Y es que ni en investigación ni en educación se arreglan los problemas solo por aumentar el gasto. A veces solo se enquistan. Por supuesto que garantizar una inversión pública sostenida y bien aprovechada (no precisamente en construir nuevas escuelas como setas) es esencial, pero no es la vía principal de la reforma.

Para empezar, conviene liberar el debate de los factores que llenan titulares pero que tienen que ver con la polémica política mucho más que con la calidad de la educación. Por hablar claro: el uso del catalán o del castellano; la historia de España o de las CCAA; el concierto o no de los centros que separan niños y niñas; la “educación para la ciudadanía” y sus contenidos; y la obligatoriedad y evaluación de la clase de religión en los centros públicos. Cada vez que se va a acometer una reforma educativa, los partidos se enfangan en estas cuestiones sobre las que no puede haber acuerdo político si no lo hay previamente social. Y esto provoca que aspectos centrales de una buena educación desaparezcan del debate en la opinión pública y de la atención del legislador.

El fracaso genera frustración, y el desencuentro dialéctico de un debate politizado radicaliza las propuestas, haciendo imposible el acuerdo, y consolidando los intereses corporativos por encima de un verdadero proyecto común. La politización y el corporativismo son sin duda dos causas mayores de nuestra mala educación.

Para ofrecer respuestas a este problema es preciso partir de que aquí la reforma no puede ser revolución. La utopía imposible sólo sirve para caer en la melancolía (si la Comunidad de Madrid, en tiempos de supermayoría absoluta del sector liberal del PP, no implantó el “cheque escolar”, plantearlo como exigencia ahora mismo es puro romanticismo; como lo sería la educación en casa a lo libertario americano).

Por eso proponemos centrar el debate en algunas políticas que pueden alcanzar un razonable consenso político basado en los datos de las ciencias sociales y en los valores compartidos por nuestra sociedad, renunciando a maximalismos:

1. Potenciar la autonomía de los centros. El único consenso entre los educadores de toda tendencia es que quien mejor conoce las necesidades de los alumnos son los más cercanos a ellos: familias y profesores. Por eso la autonomía de los centros públicos y concertados (la de los privados va de suyo), que puedan desarrollar sus proyectos educativos con el perfil que docentes y padres crean más conveniente, es el factor esencial para mejorar la calidad, innovar y permitir a las familias elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. La ley (estatal) debe establecer amplios márgenes de autonomía, y los gobiernos (autonómicos) incentivarla y respetarla. La viabilidad de los proyectos educativos no pueden depender de quién gane las elecciones autonómicas.

2. Formación integral y conocimientos indispensables: al otro lado de la balanza está la obligación del Estado, en cuanto comunidad de ciudadanos libres, de garantizar que los niños adquieren una formación adecuada, integral y no meramente orientada a la integración en el mercado laboral, y que las familias no son sujeto de abusos o engaños. La inspección educativa debería servir para eso. Pero no hay mejor medida que las pruebas (de formatos diversos) al final de cada tramo educativo.

3. Incentivos al profesorado. Los profesores españoles de primaria y secundaria están entre los mejor pagados del mundo, según datos de la OCDE. El problema es que no hay progresión en sus sueldos, apenas hay diferencia más que la que dan los trienios entre quien entra con 25 años y quien se jubila con 70. Eso desincentiva la mejora y además potencia un perfil de profesor que no es vocacional sino que busca “calidad de vida” (aunque luego esta no llegue). Un sistema de incentivos como el de Alemania o los países escandinavos no sólo mejoraría la calidad de la docencia sino que atraería a los mejores a la profesión—y contribuiría a recuperar el añorado “prestigio social de los maestros”, que no puede ser impuesto por ley.

4. La excelencia no segrega: al contrario, la exigencia (y reconocimiento) del esfuerzo es la medida más igualitaria que hay. Si la educación no exige e iguala el nivel general al del alumno más por una falsa “inclusividad” no sólo no estimula, sino que además, al anular el talento y el esfuerzo como medida, deja las posibilidades económicas como el único elemento realmente diferenciador. Sólo quien pueda irse al extranjero aprenderá idiomas, etc. Reducir la exigencia es lo que realmente impide la movilidad social y la meritocracia.

5. Nadie debe quedar descartado: por lo mismo el Estado debe garantizar el acceso de todos a la educación, para que ésta pueda sacar lo mejor de cada persona. Nadie puede quedarse fuera por falta de recursos—incluyendo el acceso a los comedores escolares o al transporte. Y a quien se queda atrás se le debe ofrecer la oportunidad del reenganche, sin cicaterías, con programas especiales. Sí, esto supone gasto. Pero es prioritario.

Estos principios son factibles con los recursos disponibles, y a la vez ambiciosos. Deberían ser la base de cualquier programa de reconstitución de la educación española. Su matriz no es ideológica: la autonomía de lo privado se debe entender como un modo de contribuir al bien público, no de ir contra él, y la ambición de la excelencia debe ir acompañada de la generosidad hacia quien queda atrás. Y hay muchos modos de implantarlos, de golpe o paulatinamente, atendiendo a la realidad de cada situación con sentido común.

Ahora bien, frente a cualquier medida que tienda a ello se levantarán muchas voces, por supuesto. Pero en este caso, hay que tener claro que sus razones no son ideológicas (aunque se disfracen de tales), sino corporativistas, de defensa de intereses particulares, de privilegios adquiridos, o de posiciones cómodas con la inercia. Frente a estos intereses solo podrán imponerse los partidos si una activa presión ciudadana reclama la despolitización de la educación.

Principios, desde la sociedad civil, pretende contribuir a este debate, dando más espacio a los hallazgos de las ciencias sociales sobre lo que funciona y lo que no  funciona, y fomentando un espíritu de convivencia que necesariamente implica aceptar el pluralismo en los modelos educativos. Esperamos tus propuestas y comentarios, pues aquí solo hemos marcado algunas pautas elementales.

3 Comments

  • Rosablanca dice:

    Es posible, necesario y urgente…

  • jaime dice:

    Si y es muy sencillo solo es necesario volver a años atras , al gobierno de Aznar donde aun existian inspectores del Ministerio de Educacion que iban a cada CCAA a controlar supervisar y gestionar que se cumplieran las pautas generales que tdo elPais en cada CCAA se debia recibir .Eso a raiz de la necesidad para gobernar de apoyarse en partidos nacionalistas se perdio politizabdo la educacion que es vital y generando que fueron los partidos por interes personal y propio quienes marcaran la eduacion en cada CCAA sin respetar unas reglas comunes de educacion basica general a nivel nacional

  • Manuel Maldonado dice:

    No podemos olvidar que fue Aznar quien más trasferencias dio
    a las comunidades autónomas, entre estas, la de educación: y a la vista los
    resultados.

    La solución pasa por la devolución de las trasferencias en
    educación, sanidad y justicia (para empezar) y en hacer una buena ley de
    educación.

    Saludos.