Principios aspira a convertirse en el lugar de encuentro de quienes -desde la sociedad civil- quieren responder a los problemas contemporáneos de justicia política y social desde una perspectiva basada en el humanismo cristiano. Esta frase (“humanismo cristiano”) es un modo de definir el fondo común de nuestras ideas y propuestas. Pero como todo lenguaje, tiene limitaciones y variadas interpretaciones. Por eso en este post ofrecemos algunas pistas sobre lo que entendemos en Principios por humanismo.
Se suele decir que la civilización occidental –nacida en Europa, pero capaz de contribuir al desarrollo de todos los pueblos– está construida sobre tres colinas: la Acrópolis de Atenas, el Capitolio de Roma, y el Gólgota de Jerusalén. Además, cada nación –España de modo excepcional– ha desarrollado su propia aportación, su propio estilo, dentro de este marco común. En la actualidad, sin embargo, observamos que se intentan superar algunos elementos de este legado milenario y que se ignora su valiosa aportación para entender a la persona humana en sus relaciones con sus semejantes, con el mundo y con la trascendencia para quien crea en ella.
Por eso, lo que era una tradición consolidada es hoy una aportación contracultural. En efecto: el humanismo cristiano ya no es el credo de la mayoría social ni el sentido común de los ambientes intelectuales, académicos o culturales. Más bien se considera una gran herejía frente a las nuevas inquisiciones. Como hemos escrito otras veces, esas nuevas ortodoxias son: el individualismo radical que se impone mediante la intervención del Estado redefiniendo las relaciones sociales básicas (la familia, la educación, etc.), la tecnocracia economicista que reduce la vida social a un mero equilibrio de intereses, y la creciente amenaza del populismo de diversos signos, que pretende resolver la ambigüedad de los retos contemporáneos mediante simplificaciones que dividen a la sociedad. (Y por supuesto, fuera y dentro de nuestras fronteras, el fundamentalismo islámico).
Decía un conocido pensador político del siglo XX que el cristianismo tiene respuestas de las que ha olvidado las preguntas. De ahí que las propuestas cristianas de lo que son el hombre y la mujer –resultado del encuentro de la sabiduría bíblica y el personalismo cristiano con la razón griega y el derecho romano– suelen confundirse con una ideología enlatada impuesta desde arriba y desde el pasado que consolida las injusticias sociales y evita el progreso. El reto, por tanto, es actualizar este patrimonio para mostrar su capacidad de dar respuesta a las inquietudes del presente, que en cierto sentido son nuevas, ofreciendo esperanza para el futuro.
La inspiración del humanismo cristiano no significa repetir las fórmulas del pasado ni escribir al dictado de autoridades jerárquicas de la Iglesia católica o de otras confesiones. Ni siquiera es necesario ser creyente para compartirla. Por eso, no puede confundirse simplemente con la democracia cristiana, al margen de cómo se valore esta corriente política.
Aunque el humanismo deba ir hoy a contracorriente, no supone que deba ser conflictivo o polémico. De hecho es posible apelar al diálogo y al acuerdo sobre la base de muchos elementos de la cultura política liberal, nacidas en parte en la civilización clásica y que perviven en nuestras instituciones –hoy seriamente amenazados por el populismo–, como la democracia representativa; la libertad religiosa y los derechos humanos; el respeto al Derecho; la valoración de la propiedad privada y la libertad para emprender; etc. Ahora bien, lo mismo sucede con muchos de los conceptos adoptados por los movimientos progresistas: la igualdad básica de todas las personas, la lucha por la paz, el cuidado del medio ambiente, la atención a las minorías y a los marginados, etc.
Para ser contraculturales es necesario ser inteligentes y creativos. Pero no partimos de cero. Sin necesidad de remontarnos a los orígenes clásicos y medievales, hay muchos ejemplos en la edad moderna y contemporánea que pueden servir de referencia e inspiración: humanistas como Vives, Moro o Erasmo; los principios del Derecho de gentes desarrollados por la escuela de Salamanca; la superación de la esclavitud promovida por William Wilberforce; la defensa de los derechos de los trabajadores por tantos activistas y el desarrollo de la doctrina social cristiana y de la economía social de mercado; la inspiración moral de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; el proyecto de integración europea de Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de Gasperi; la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King Jr.; las aportaciones de tantos intelectuales que han dialogado con la cultura contemporánea, desde John Henry Newman hasta Joseph Ratzinger, pasando –en nuestro país– por Julián Marías o Xabier Zubiri; la renovada conciencia de la igualdad y la complementariedad del varón y de la mujer, destacada por Karol Wojtyla; la revolución pacífica frente al comunismo liderada por Lech Walesa o Vaclav Havel; la lucha contra la cultura del descarte y la globalización de la indiferencia por el papa Francisco…
La lista es extensísima y la enumeración anterior un vivo ejemplo de ella. Lo más interesante no es aprenderse los nombres de quienes protagonizaron el pasado, sino sumarse a la lista de los que quieren protagonizar el presente y abrir la esperanza para las futuras generaciones. Y esto exige compromiso, inteligencia y paciencia. Porque los problemas que enfrentamos no son sólo ni principalmente políticos. Y por tanto su solución tampoco vendrá de lo que hagan los políticos.
Es preciso trabajar desde la sociedad civil, aunque sin abandonar el reto de hacer presentes estas ideas en el debate político actual, trabajando con personas que no piensan en todo como nosotros. Eso es lo que intentamos hacer desde Principios creando base social, dando forma a nuestras ideas y buscando modos concretos de que tengan impacto político. ¿Te sumas?
Quizá el mayor problema es que los cristianos hemos aceptado demasiados «elementos de la cultura política liberal», y algunos hacen perder instituciones valiosas, pues si bien sus ideas son «nacidas en parte en la civilización clásica», otras ideas liberales nacieron precisamente contra ella.
Si queremos influir desde el humanismo cristiano -y tengo para mí que esta crisis, que como todas, es una crisis de santos, o se supera con la Cruz o no se superará- hemos de volver a la virtud como elemento vertebrador de la cultura moral -y, por tanto, de la política y la economía- cristiana.
El capitalismo liberal nació de diferenciar entre hechos y valores. Los hechos son aquellos de lo que nos habla la naturaleza y que son accesibles por la sola razón. Los valores no dejan de ser las preferencias morales de cada uno. Hasta ahí parece correcto, si no fuera porque la Gracia nos cuenta en primer lugar qué es y qué no se debe tener por «natural». En el fondo aquello que une a liberales y socialistas es ver las relaciones laborales problemáticas, como una lucha de intereses contrarios e incompatibles, y hasta violentos, entre empresarios y trabajadores. Además, en esa diferenciación ningún liberal ha sido nunca pacífico con la Iglesia, ni aun los teólogos liberales como Novak, dedicando grandes improperios. Aun es más, se jactan de haber hecho avanzar al mundo frente al «oscurantismo medieval católico». Cuando los cristianos aceptamos esta falaz bifurcación, nos convertimos en superfluos, «haga usted lo que le dé la gana, pero procure ser bueno». Por eso el gran economista Schumpeter pasó un tránsito de economista ultraliberal a católico y según sus indicaciones, no hay que temer al socialismo, que cae por su propio peso, hay que temer al capitalismo que es el capital que terminará con la Iglesia.
El cristianismo defiende la libertad, sí, pero defiende que es la Verdad la que nos libera, y no como aquel político absurdo que decía «la libertad os hará verdaderos». No, es la verdad la que libera, y por tanto la fe no es un «valor» preferencial del empresario o el trabajador, o del político, o del votante, sino que debería ser su base, en palabras de Santo Tomás la razón lleva al hombre a su fin, y el primer y fundamental fin de todo hombre, y por tanto, de toda acción debe ser el conocimiento de Dios, para acto seguido ser lo que el papa Benedicto XVI llamaba la civilización del amor, abstenerse de todo mal, procurar el bien, en particular a quien no se lo puede procurar por sí mismo -en el fondo nadie puede, en espcial los bienes mayores.
La Checoslovaquia de los años 60 tuvo que sufrir una invasión soviética por buscar un «socialismo con rostro humano», un socialismo que decía basta a los desmanes del comunismo totalitario, y buscaba lo que de bueno podía haber logrado el socialismo, pero sin renunciar a todas las aportaciones positivas de la civilización, y en particular lo que de bueno había tenido el cristianismo y la Iglesia para el país. Ha llegado la hora que la España del s.XXI tome el camino de un «capitalismo con rostro humano», un capitalismo con alma, que parte de su tradición cristiana, con las virtudes infusas de la fe, la esperanza y la caridad, continúa por las virtudes humanas, por las cardinales, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. ¿Qué país mejor que España para emprender ese camino? ¡Estoy completamente convencido que haríamos enormemente más democrática la política y más competitiva la economía! No en vano, los pescadores del Evangelio de hoy (San Juan 21,1-14), recogieron 150 peces a la palabra del Señor cuando llegaban a puerto con las redes vacías. Tenemos mucho trabajo, porque como avisó Macintyre, se ha perdido el contexto en que la moral cristiana puede ser inteligible, y en el actual sin duda, tendremos que temer nuestra propia invasión de Praga, pero nosotros tenemos al Señor, ¿ante quién temblaremos?
Pienso que la promoción de la igualdad debería figurar entre los principales objetivos de una profunda reforma de la sociedad. El Papa Francisco ha insistido en ello: «Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común» EG, 56. ¿Qué medios se podrían promover para combatir esa «autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera»? ¿Podemos plantear soluciones sólo desde el ámbito nacional, dada la globalización de los mercados?
Lo que ocurre, d. Vicente, es que la lucha contra la desigualdad empieza por los principios. Es falso –lo diga el Papa o lo diga Piketty– que la riqueza de unos sea a costa de la pobreza de otros, y se puede demostrar empíricamente. Mala cizaña hay en todas partes , pero de ahí a generalizar al conjunto de los ricos hay un paso muy grande. Por el contrario, haríamos bien en reconsiderar nuestra mirada hacia la creación de riqueza: con el uso de las mismas comunalidades, hay gente que es capaz de generar mucho beneficio para sí y, directa e indirectamente, para muchos, algo a lo que insta la parábola de los talentos. Más que restringir el mercado, imponer pesadas cargas redistributivas o renacionalizaciones de algo que en sí mismo es global, ¿no sería más adecuado enseñar a la gente a desarrollar sus talentos en ese marco de economía de mercado que es mucho más eficiente que cualquier política nacional e internacional?
Pienso que es necesario distinguir dos tipos de riqueza: la que es debida a la producción de bienes y la que se debe a la especulación. La economía mundial se basa mucho actualmente en políticas monetarias: Parece que hay más dinero y peor repartido.
Me encantaría ver la demostración empirica de que la frase del Papa «Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar» es falsa.
En mi opinión el problema reside en el desorbitado crecimiento de la economía especulativa. Muchas grandes fortunas, no lo olvidemos, no provienen de producir bienes sino de «adivinar» qué harán los inversores en las próximas horas…
Le contesté antes pero se ve que no se guardó. Cuando pueda lo recupero.
1. Esa división entre tipos de riqueza puede tener cierta legitimidad teórica, pero seguramente esté desfasada: el precio de un bien es tremendamente relativo (depende de cuánta gente lo quiera, del tiempo que lleve en el mercado, etc.), es decir, que no hay precios «fijos». Pero si no hay precios «fijos» tampoco el dinero tiene un valor «fijo». Su valor depende mucho de las expectativas de lo que podemos hacer con él (gastarlo, ahorrarlo, invertirlo) y en esas expectativas juegan un papel crucial las reglas. Cuando la economía va bien (la gente compra cosas que otros producen), no hay problema, pero bien sabemos que el dinero puede perder valor muy rápidamente, y no precisamente por las fuerzas del mercado (sino por la intervención del Estado, léase «corralitos», restriciones en Grecia, etc.). Estoy de acuerdo con usted en que la economía mundial se basa mucho en políticas monetarias: las de los Bancos Centrales y los Estados que, seguramente con la mejor de las intenciones, producen efectos no deseados sobre nuestras rentas e ingresos.
2. En todo caso, no entiendo qué significa la frase «parece que hay más dinero y peor repartido». ¿Por qué habría de estar más «repartido»? ¿Sólo porque hay más? Confieso que, en temas monetarios, mis conocimientos son precarios (soy filósofo, no economista), pero no entiendo qué significa «haber más dinero». ¿Más billetes? ¿Más títulos? Pero sí puedo entender que el hecho de que haya más dinero y mejor repartido no ayuda nada si no viene acompañado de una leyes claras y un Estado que las haga cumplir: tanto da que tengas más dinero si, en cualquier momento y por cualquier razón, el Estado puede hacer que valga la mitad o expropiártelo.
3. La frase del Papa, con todos mis respetos, es un lugar común, una frase imprecisa que no resiste un análisis fino. Pues lo cierto es que, en los últimos 200 años, la renta per cápita de la humanidad (subrayo: de la humanidad, no de unos poquitos) ha crecido exponencialmente. Hans Rosling lo muestra muy bien gapminder. Obviamente, uno puede no aceptar estos análisis –por más que estén basados en hechos–, de la misma manera que nada me obliga a aceptar la evidencia de lo que tengo delante. Pero, entonces, no pretendamos que la verdad tiene algún valor en política, pues si basamos nuestros análisis y reflexiones políticas en lugares comunes y tópicos entonces tampoco nos alejaremos mucho del tipo de política retórica, populista y demagoga que muchos rechazamos. Y, ojo, el valor de la verdad en política es relativo, pues una política «fact-based» no es política, es administración: la política sí necesita un relato entusiasmante, un mito que enamore (como dice R. Calleja en su post sobre Trump), un puntito de utopía (como dice Del Noce). Es decir, que la verdad en política tiene contornos negociables y discutibles, pero aún y todo conviene cierta prudencia con los argumentos en que basamos nuestras proclamas y observaciones y, sobre todo, no pensar que porque algo nos pasa a nosotros o a nuestros allegados entonces se puede «extrapolar» al conjunto (que es un fallo en el que caemos muchos humanistas).
4. Entiendo la queja contra la economía especulativa (y una crítica más seria: la de la profecía auto-cumplida que esa economía puede generar y a veces genera). Pero seguramente requeriría un análisis más pormenorizado. Aquí mis conocimientos son más limitados, pero creo que de lo que usted habla es del mercado de futuros. Es cierto que se trata de un ámbito delicado, cuya moralidad no es clara pero no es una simple «apuesta». Y, si lo es, tiene que haber alguien que respalde con su dinero esa apuesta para pagar al ganador. Si es una apuesta, me cuesta ver el problema (más allá, claro está, del aspecto moral adictivo que genera el juego). Pero lo que se hace en la bolsa es más que una «apuesta» en ese sentido: se realizan inversiones sobre compañías cuyo valor lo determinan un montón de personas que, de un modo espontáneo y disperso (sólo en parte determinado por evidencia científica), juzgan de un modo imperfecto y falible su valor. El cual, una vez más, no es «fijo», pues las necesidades humanas cambian con el tiempo y a ellas responden los humanos con su libertad y creatividad generando productos y servicios.
En fin, seguramente habré incurrido en alguna falacia, don Vicente, y habrá mil cosas que matizar. Abierto estoy a la corrección.
En mi anterior comentario me refería a la desigualdad social creciente de nuestra sociedad (en la EG el Papa Francisco habla de la «inequidad que es raíz de los males sociales»).
En lo que se refiere a España me remito al Informe de Cáritas donde se analizan los efectos de la crisis:
La diferencia entre las rentas más altas y las más bajas se ha incrementado un 30% desde 2006 en España, según el último informe de Cáritas «Desigualdad y Derechos Sociales». Según ése informe, la crisis económica ha disparado la desigualdad entre españoles.
Desde 2006, los ingresos de la población con rentas más bajas han caído cerca de un 5% en términos reales cada año, mientras que el crecimiento correspondiente a los hogares más ricos ha sido el mayor de toda la población. Esto ha provocado un incremento del 30% entre la distancia que separa a las rentas más altas y las más bajas, de manera que en España los más ricos ganan siete veces más que los más pobres.
Se trata de los indicadores de desigualdad «más altos» de la Unión Europea, según el informe de Cáritas, que alerta del riesgo de «fragmentación social».
Caritas dice que un 26,8% de los españoles viven en situación de pobreza y exclusión social. Más graves son los datos que hablan de la pobreza severa. Así, el número de hogares sin ingresos pasó de algo más de 300.000 en 2007 a más de 630.000 en 2012 y el porcentaje de hogares que no tienen capacidad para afrontar gastos imprevistos pasó del 30% al 44,5%.
Seguramente sea un prejuicio mío, pero es que realmente estamos mal si pensamos que la raíz de todos los males sociales es la desigualdad/inequidad. Insisto, ¿qué significan estas palabras que con tanta frecuencia se invocan como si convocaran un gran y espantoso mal? ¿Hay desigualdad porque unos ganan mucho y otros menos? Perdóneme la ironia pero… «Welcome to the real world!», que dirían en Matrix. Hay gente con más talento que otros (más creativos, más emprendedores, con más capacidad de riesgo, capaces de generar productos de gran valor añadido y mantenerse en el tiempo) y, también es cierto, hay gente con mucho talento para el mal (pero de la misma manera que el mal termina ahogado en el bien tampoco los explotadores pueden prosperar durante tanto tiempo).
El filósofo Harry Frankfurt –nada sospechoso de nada– acaba de publicar un textito sobre la desigualdad que hace preguntas y observaciones muy oportunas, como que obsesionarse por la igualdad es gastar energía que podríamos destinar mejor en luchar contra la pobreza y la miseria.
Es normal que la igualdad nos interese, porque imitamos a los demás, como dice Girard. Pero ¿acaso que queramos tener lo que tienen los demás justifica algún tipo de medida económico-politica? No lo tengo claro.
Los datos de Caritas son interesantes, y los puedo aceptar sin problema… a condición de que no se los correlacione: pensar que porque unos ganan mucho otros ganan poco es seguir pensando que la economía es un juego de suma cero y la olvidar que en la economía las cosas no tienen valores fijados para siempre, que el factor creatividad juega un papel importantísimo en la creación de valor y que también lo tiene las expectativas y esperanzas. En resumen: que, a no ser que un gran Estado, planifique todo lo que se produce y consume y fije los precios (cosa que es imposible, pues estamos hablando de acciones libres) pensar que la economía es una gran y única tarta donde lo que yo como no lo come otro es un sinsentido.
El problema es que muchas desigualdades provienen de injusticias y de corrupción. Hay desigualdades tolerables y desigualdades intolerables. Si el «mundo real» es el de los paraísos fiscales estamos hablando de una riqueza basada en la inmoralidad que la Iglesia siempre ha rechazado.
Puesto que este foro se autodenomina de «Humanismo cristiano» me permito recordar la postura de los últimos Sumos Pontífices:
Juan XXIII:
“hay que vigilar y procurar, por todos los medios posibles, que las discrepancias que existen entre las clases sociales por la desigualdad de la riqueza no aumenten, sino que, por el contrario, se atenúen lo más posible”. (“Mater et Magistra”)
Pablo VI decía que clamaban al cielo las desigualdeades entre ricos y pobres:
“Las diferencias económicas, sociales y culturales demasiado grandes entre los pueblos, provocan tensiones y discordias, y ponen la paz en peligro”. (“Populorum progressio”)
Juan Pablo II:
«Constatamos la persistencia y a veces el alargamiento del abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del Sur en vías de desarrollo. Esta terminología geográfica es sólo indicativa, pues no se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en vías de desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta llegar a los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela, en los países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y ostentación desconcertantes y escandalosas». (“Sollicitudo rei socialis”)
El actual Papa Francisco, como sus predecesores, ha condenado en repetidas ocasiones las «escandalosas desigualdades sociales».
Creo que puede ser un gran error ignorar la doctrina cristiana es este aspecto.
Cierto. Hay desigualdades tolerables (la diversidad, la que proviene de la cooperación libre, etc.) y desigualdades intolerables (la que viene del abuso y la explotación). Pero, otra vez, me parece que es mucho peor el abuso y la injusticia que la desigualdad que pueda (o no) producir como resultado: francamente, a un padre que le están asaltando por la calle no creo que le indigne tanto el considerarse «desigual» frente a su agresor como el hecho mismo de que le estén robando.
Otra cosa, podrá argüirse, es que a raíz de la injusticia se puedan instalar desigualdades «estructurales», para entendernos. Perfecto, pero lúchese contra la injusticia, pues la lucha contra esa desigualdad «instalada» puede generar consecuencias no deseadas. ¿Qué patrón se emplea para re-instaurar una teórica igualdad? La ley, en cambio, es igual para todos: lúchese para que se cumplan y se dará a cada cual lo que le corresponde. En todo caso, realmente se trata de un tema demasiado complicado para abordarlo en términos generales: hay que ir caso a caso, pues ni la riqueza es eterna ni tampoco se genera única y exclusivamente «robando» a los demás. Salvo el Estado, claro, que se perpetúa en su crecimiento a base de extraer renta de sus ciudadanos y sin que nadie haga nada para remediarlo.
Y no, no creo que valga sacar el comodín de los paraísos fiscales para defender la desigualdad estructural. Voy a intentar que lo siguiente no suene a cinismo pero: 1. no es ilegal que un país diseñe determinadas exenciones para atraer capitales (como ha hecho Irlanda durante mucho tiempo); 2. tampoco es ilegal que un empresario que comercia por todo el mundo deposite ahí su capital (lo que no tiene sentido es que pague impuestos en un país en el que ni vive); 3. no hay que ser tan rico para depositar ahí el dinero con el fin legítimo de obtener un beneficio o rentabilidad (aunque, ciertamente, un asalariado corriente seguramente no suele meter ahí su dinero); 4. las cuentas «offshore» no sólo son una salida al narcotráfico o para el blanqueo de capitales, también son un refugio para gobernantes y funcionarios que se lucran con el dinero que han extraído antes a sus ciudadanos; 5. por lo poco que se, esos bancos «offshore» son un modelo a la hora de cumplir la ley, por eso tanto los buenos como los malos envían ahí su dinero (porque el banco les garantiza que se guiará por las leyes que haya, y no por la voluntad del Estado de turno).
Es fácil poner el grito en el cielo cuando se habla, en general, de los papeles de Panamá y demás. Pero quizá sería prudente un enfoque más «piecemal», más de ir al caso específico. No creo que la Iglesia tenga nada que decir sobre esto, aunque sí tenga y deba pronunciarse sobre la codicia y el afán de tener.
Con respecto al histórico de los papas recientes que traía a colación, d. Vicente, es una buena recopilación, pero no creo que todos estén hablando en el mismo sentido. Además, habría que leer el contexto en el que hablan. El único que parece hablar de luchar contra la desigualdad económica es Juan XXIII (no conocía esa cita, pero descontextualizada suena terrorífica, pues ¿qué significa «atenuar lo más posible»? ¿cómo se consigue? desde luego, es una proclama muy tentadora para muchos gobernantes amigos de lo ajeno).
Por suerte, Pablo VI añade diferencias sociales y culturales, Francisco sólo habla de desigualdades sociales. Y Juan Pablo II el Grande es capaz de «constatar» el hecho innegable de la desigualdad de riqueza pero no va tan lejos como para proponer «atenuarlas lo más posible», y en cambio sí tuvo el genio de advertir que hay pobreza en las sociedades ricas y hay egoísmo en las sociedades pobres. Ahí el juicio es moral, no económico, y perfectamente suscribible.
Los seres humanos somos capaces de hacer mucho bien, cuando nos permiten hacerlo. La idea de que somos naturalezas caídas y que sólo una organización social «correcta» puede mejorarnos no me casa con el humanismo cristiano, que entiendo que es valioso por su realismo (somos naturalezas caídas, sí, pero también capaces del bien, que podemos conocer por revelación, pero que vamos descubriendo en lo concreto a base de trabajo, asociación y cooperación con los demás).
Cuando el Papa habla de «escandalosas desigualdades» se refiere a un problema muy actual. Según el último informe de Oxfam Intermón vemos que:
La desigualdad extrema en el mundo está alcanzando cotas insoportables. Actualmente, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta. El poder y los privilegios se están utilizando para manipular el sistema económico y así ampliar la brecha, dejando sin esperanza a cientos de millones de personas pobres. El entramado mundial de paraísos fiscales permite que una minoría privilegiada oculte en ellos 7,6 billones de dólares. Para combatir con éxito la pobreza, es ineludible hacer frente a la crisis de desigualdad.
La brecha entre ricos y pobres está alcanzando nuevas cotas. Recientemente, Credit Suisse ha revelado que el 1% más rico de la población mundial acumula más riqueza que el 99% restante.
Por desgracia, en nuestra sociedad lo legal y lo moral no coinciden. No olvidemos que todo lo que hizo Hitler en Alemania era legal.
¿Y entonces qué hacemos? ¿Imponemos un mismo código moral a todo el mundo porque las leyes son imperfectas? Y digo «imponemos» con todo el sentido. La ley es buena ley si es moral, pero es ley porque es coactiva, nos guste o no. Una vez que está promulgada, la obedecemos en virtud de su justicia, sí, pero también (siendo realistas) porque alguien puede hacer uso de su fuerza (legítimamente) para que se cumplan.
Efectivamente, lo que hizo Hitler en Alemania era legal, un ejemplo evidente de cómo se puede usar (y se usa) el Estado para fines particulares. Pero, vamos, nada nuevo, sólo que más bárbaro. Y, además, llegado un punto bien adentrados en la II Guerra Mundial a los soldados y funcionarios ya poco les importaba que lo hacían fuera legal o no (una prueba de que, cuando las leyes no están inspiradas por un mínimo sentido común, dejan de funcionar como «poder controlador» de nuestras pasiones).
El informe de Oxfam contiene varios presupuestos antropológicos y económicos que son, como mínimo, discutibles: por ejemplo, que cada ser humano más es un problema (y, por tanto, habrá que controlar la natalidad). Pero si vamos a mirar lo que dice el informe, le resumo algunas puntualizaciones que lleva a cabo mi amigo Mario Silar:
– ¿ha hecho el cálculo de cuánto es el 1%? No son precisamente un grupo de amiguetes: estamos hablando de 70 millones de personas.
– si revisamos la reducción de pobreza y lo relacionamos con el crecimiento de población, resulta que desde los años 80 la población se ha duplicado y la pobreza, en cambio, no ha aumentado sino todo lo contrario: se ha pasado de un 44% de la población mundial pobre a un 9,6% en la actualidad.
– y también puede encontrar datos de la FAO, la UNESCO y la OMS en el artículo de Mario.
– pero Oxfam comete otros errores de bulto, como pensar que la riqueza es sólo la riqueza neta positiva (no tiene en cuenta las deudas) y no tener en cuenta el acceso a servicios que tiene la gente, ni si están en activo profesionalmente.
– además, escoge información selectivamente.
– y lo del 1%… en fin , es sencillamente de risa. Le copio un comentario de un analista de ese informe. «Si pensamos en ese 1% que acumula el 50% de la riqueza, hablamos de 47 millones de adultos. La riqueza per cápita de este colectivo está por debajo del millón de dólares: en concreto, hablamos de 760.000 dólares (unos 697.000 euros) de activos netos para pertenecer a ese selecto grupo. O por decirlo de otra manera, cualquier persona que tenga bienes que valgan más de 697.000 euros ya pertenece a ese 1% más rico del que tanto se habla hoy. Muchos españoles con casa propia (como otros muchos occidentales) descubrirán con sorpresa que están en ese grupo. Y eso si hablamos del 1% más rico. El nivel para entrar en el 10% más rico del mundo comienza en los 68.800 dólares (unos 63.000 euros). Si usted posee una casa sin cargas financieras que valga más que esta cantidad, ya lo sabe… es de esos ricos a los que Oxfam señala esta semana.»
De verdad, se lo digo sin ánimo de polemizar ni ofender, pero creo que se sorprenderá si puede leer el artículo de Mario Silar. Se titula «Oxfam y cristianismo» y está redactado con una delicadeza exquisita, propio de la escuela de los predicadores, donde se formó universitariamente.
Estimado Juan Pablo:
No se si has ojeado el Informe Oxfam del que hablamos, pero no encuentro en el ninguna referencia al control de la natalidad. Seguramente Mario Silar debe tener mucho prestigio para ti, pero no lo conozco. En cualquier caso mi referencia es la Doctrina Social de la Iglesia y su “opción preferencial por los pobres”.
¿Te has preguntado alguna vez cuántos cientos de millones de personas viven actualmente con ingresos inferiores a los 2 dólares diarios? Si, menos de 60 al mes y 720 anuales. Resolver las causas estructurales de la pobreza y promover el desarrollo integral de los pobres es uno de los grandes desafíos del mundo actual que los cristianos debemos asumir.
En su discurso a los participantes de la ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ» de 2014, el Papa Francisco decía:
“Uno de los aspectos del actual sistema económico es la explotación del desequilibrio internacional en los costes del trabajo, que afecta a miles de personas que viven con menos de dos dólares al día. Un tal desequilibrio no sólo no respeta la dignidad de quienes mantienen la mano de obra a bajo precio, sino que destruye fuentes de trabajo en esas regiones donde es mayormente tutelado. Aquí se presenta el problema de crear mecanismos de tutela de los derechos del trabajo, además del ambiente, en presencia de una creciente ideología de consumo, que no muestra responsabilidad en relación con las ciudades y la creación.
El crecimiento de las desigualdades y las pobrezas ponen en riesgo la democracia inclusiva y participativa, la cual presupone siempre una economía y un mercado que no excluyen y que son justos. Se trata, entonces, de vencer las causas estructurales de las desigualdades y de la pobreza. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium he querido señalar tres instrumentos fundamentales para la inclusión social de los más necesitados, como la educación, el acceso a la asistencia sanitaria y el trabajo para todos (cf. n. 192)”.
Y más adelante:
“Otro problema surge de los desequilibrios permanentes entre sectores económicos, entre remuneraciones, entre bancos comerciales y bancos de especulación, entre instituciones y problemas globales: se necesita mantener viva la preocupación por los pobres y la justicia social (cf. Evangelii gaudium, 201). Ella exige, por una parte, profundas reformas que prevean la redistribución de la riqueza producida y la universalización de mercados libres al servicio de las familias, por otra, la redistribución de la soberanía, tanto en el ámbito nacional como en el supranacional”.
Tiene razón , d. Vicente. El informe no habla de ese tipo de medidas. Pero sí se han suscrito a ese tipo de campañas, aunque no necesariamente liderado
Lo confieso : me cuesta leer ese discurso porque se me mezclan cosas con las que coincido con frases que me generan un profundo rechazo (¿redistribución? ¿explotación?). Por lo cual no puedo tomarlo como referencia más que en los principios morales. En economía, prefiero leer a gente versada en conocer y medir el estado del mundo. No digo que la Iglesia no pueda hablar de ello –y hasta deba en ocasiones hacerlo–, pero hay modos mejores y peores de hacerlo. El modo en que lo hacía Mario me pareció muy sano y con una sensibilidad católica exquisita. De verdad le recomiendo que lo lea.